lunes, 6 de julio de 2009

ELODIA

(Felix, Almería)

Ya se adornan las plazas, y las calles, y engalanan los balcones, y se encalan las paredes, y las mujeres corren a toda prisa con dedales e hilos, y las mocicas sueñan con la puesta de su vestido nuevo, y las canciones infantiles de pasada la tarde, y a la rueda rueda, se hacen más y más festivas, y más voces que las cantan. Son las voces de otros pueblos, y de la capital, y de allende las fronteras de la provincia que vienen a la llamada de las campanas que pronto repicaran por todo lo alto.
Ha venido Manolico el de la Tienda, que por ser alto, y rubio, y tener los ojos verdes, su padre lo mandó a la capital para que estudiara para ingeniero, consiguiendo, al menos, un puesto en una compañía de seguros y reaseguros.
Ha llegado también el tiempo para muchos de su primer pantalón largo, y de su primer cigarrillo, que los hará hombres.
Allí está “El Fani”, que pronto conducirá la “pasajera”, cuando Mariano, ya cansado, y viejo, se retire a sus cotidianos paseos por el parque de Nueva Andalucía, en la capital.
Allí también “Joseico el de Gitar”, que con el tiempo será alcalde del pueblo y trabajará en la banca.
Allí Casimiro, olvidado ya el bocado de Fátima en el brazo, hermano de sus doce hermanos y padre de sus doce hijos.
Allí “Joseico el de la botica” y su sempiterna merienda, una rosca de un kilogramo de pan rellena a partes iguales de sobrasada y mantequilla.
Y “el Minuto”.
Y Pepe el panadero, que hace tiempo que trabaja en la panadería de su padre y ya apunta su deseo cumplido de poseer su propia fabrica de pan.
Y “el Gurruti”.
Y Manolo “el Cuco”, que también llegará a trabajar en la banca y como director de una sucursal.
Y “El Feo”.
Y Paquitero, cuyas bromas huíamos por consistir en arrojarnos escorpiones que escondía en su ruda mano de esparto, la misma mano que apagaba ascuas cogidas de alguna lumbre, con solo estrangularlas en su cerrado puño.
Y “Juanico el de Anica”.
Y “David el cabezón”, del que dicen que cuando en su casa preguntan por el cabeza de familia lo llaman a él.
Y Federico “a cenar que hay un huevo”
Todos amamantados por la leche en polvo de los americanos, y la mantequilla.
Y Elodia, que sale con el lebrillo lleno de agua que derrama a manadas en la puerta de su casa, para que refresque, dice, su tarde de asiento en su silla de nea coja, como ella, pero acostumbrada, como ella, a las piedras, suelo de siempre de la Calle Real.
Elodia está casada con Olayo, largo a mis pocos años, viejo y encorvado, y a duras penas mantenido por su bastón que lo arrastra el corto trayecto de la cocina en el rincón de leña, hasta la silla de nea, junto a su mujer, donde trabaja la pleita con sus huesudas manos, que de arteriosclerosis, bufonas, haciendo seras para la almazara que Luis el Molinero tiene enfrente, cerca del barranquillo.
La casa de Elodia no la recuerdo. Quizás no haya estado nunca en ella, pero lo que sí recuerdo es el portón grande y de madera fuerte y espesa que daba a un recinto, continuación del suelo de la calle, donde se hacinan seras terminadas, y lebrillos, y ajos, y morcilla seca colgando, y racimos de uvas pasas, y un saco con almendras, y una chimenea con unas estrevedes escuetas de hierro, salidas, sin duda, de las expertas manos de Antonio Magan.
La casa de Elodia no la recuerdo. Pero lo que sí recuerdo son tardes enteras sentado en aquella, en otro tiempo, cuadra, acompañando a Olayo y acompañado por Olayo, que me cuenta toda una vida inventada, toda una vida que podía haber sido, pero que la propia vida le había negado. Miraba con los ojos de sus manos la pleita, y el esparto, y realizaba su trabajo con una velocidad que casi me impedía seguir sus movimientos, mientras que sus ojos, nublados por mil velos, y por legañas, y casi, casi blancos, se pierden en su noche de ruido, y de color, y de amigos perdidos, y de amor, y de sexo.
Mientras, Elodia nos mira desde sus quehaceres, desde el ajo hasta la uva, y desde la lumbre hasta el cántaro que se asienta en su cantarera, y siempre con su reluciente moño recién hecho, y su cara curtida, y su boca desdentada y labios comidos, moviendo constantemente la mandíbula inferior, lo que produce chasquidos cuando está callada, y un fantástico soniquete cuando por fin habla.
La casa de Elodia no la recuerdo. Pero aquella estancia me protegió del calor duro de las tardes de siesta ocre, arropándome en su penumbra y en su suelo de agua de lebrillo, y me ofreció el calor de su lumbre y de sus olores en las cortas y frías tardes de fina lluvia.
El día en que celebraban la matanza los “Ropero”, allá por San Martín, y dada la proximidad de las puertas, “Emilia la Sarapia” vino a visitar a Elodia. Emilia no es más alta que Elodia, tiene el pelo lacio, y blanco, y corto, y una verruga en su barba con varios pelos blancos y muy, muy largos, que la hacen, si cabe, más bella a mis ojos. También es una privilegiada por tener seis dedos en cada mano, lo que siempre me fascinó, y desde esa fascinación le he preguntado por el número de dedos que encierran esas botas que nunca se quita, a no ser para que el zapatero, “El Cojo” con su delantal de cuero, se las arregle. Siempre me contestaba con la misma frase acompañada de risas desdentadas desde su boca y desde la boca de Elodia “Las mujeres tienen veinte dedos, los hombres veintiuno, y yo que soy más que nadie, tengo veinticuatro”.
Olayo quiso llegar hasta la casa del Ropero y le acompañé tomándolo de la mano, lazarillo de su paso y de su vida, mientras ellas, las mujeres, seguían riendo y riendo con sus risas movidas por las barbillas que se mecen. Ese fue el día que supe que a mi muerte alcanzaría el cielo.
Comenzamos a caminar pegaditos a las abultadas por miles manos de cal paredes de las casas, por donde Olayo pasaba su mano ruda haciendo chirriar mis dientes y mi cerebro. La velocidad de sus cansados pies, a la que hube de acompasar la de mis pies alados, hacían chirriar mi alma y mis músculos. Antes de llegar, a medio camino, se paró un buen rato, haciendo callar mi respiración, y cuando reanudó la marcha, con sus pantalones mojados y olientes, ya me chirriaban también el estómago y la garganta.

Elodia luce linda con su moño blanco y su cara desdentada y arrugada en pliegues de angustia y deseo reflejado también en su sempiterna frase: DIOS MIO, QUE GANAS TENGO DE QUE SE ME VAYA MI OLAYO Y DESCANSAR UNOS CUANTOS AÑOS.
Años más tarde, y recién cumplido su deseo, Federico “A cenar que hay un huevo”, traducido en médico, se la encontraría en una casa cueva de un pueblo cercano, postergada en una oscura cama en un cuarto oscuro y con miles de gusanos devorándola desde las piernas. La mandó con toda urgencia a la capital, al Hospital Provincial, donde murió, pienso, sin haber disfrutado su tiempo libre de Olayo.

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