viernes, 24 de julio de 2009

EL TONTO

E L T O N T O
Su andar es cansino, y su espalda, algo curvada, sostiene la gavilla de cebada que encamina a su ara.
Su mirada perdida a escasos metros de sus pies se agosta en el recuerdo, y se llena su cabeza con los gritos, con sus propios gritos mezclados con los de los demás chiquillos, mientras truenan los cohetes que anuncian el comienzo de las fiestas en honor del santo patrono. Entre tanto, a lo lejos, y seguramente en la plaza, como en su recuerdo, se oyen los estallidos asordinados por la distancia de los cohetes que hoy anuncian el comienzo de las fiestas.
No vuelve la espalda.
Ni el chirriar de las cigarras, ni el zumbido constante de los tábanos y moscardas lo detraen de su pensamiento.
Cada arruga de su curtida cara habla de una alegría, y de una zozobra, o de una pena, o de un arrebatado deseo, o de una plegaria, un rezo para conseguir algo que es a veces conseguido y a veces, casi siempre, denegado.
El camino está plagado de lastras que tiene que soslayar con su carga.
No es la primera vez que realiza este recorrido, ni será la última si Dios así se lo permite, y sus fuerzas.
Tiene esa edad indefinida que da el campo agreste y hostil, y el sol que lo rodea, esa edad en que se cruzan los recuerdos, y el presente, y los deseos, y el sol.
Se ha parado en la cima del promontorio, donde se bifurca la senda. Es su lugar de descanso.
Desde que murió Torda, siempre descansa en el mismo lugar y se desprende un momento de su carga para liar un cigarrillo mezcla de cuarterón verde y cuarterón rojo.
Y cada vez que realiza este acto tiene un recuerdo de claro amor hacia su mula, que hasta su muerte fue su compañera de trabajo, su confidente.
Un día, y como este, de calor y de sol, y este en su cenit, Torda, cargada con tres gavillas como la que hoy descansa en la lastra que divide los caminos a la espera de que se consuman las hebras mal cortadas de tabaco, al llegar al promontorio, resbaló en la lisa piedra y se partió una pata.
Y de aquella cara curtida, y de aquella rudeza, brotó una lágrima, y con cuanto amor la despojó de su carga, y como se sentó a su lado y poniendo la cabeza de Torda en sus piernas comenzó a acariciarla y a contarle como él mismo ayudó a su madre, una burra que vivía en el barrio del Castillo, a traerla al mundo.
Le contó cuantas fueron las risas con sus primeros intentos de ponerse de pié, y como se le torcían las patas.
Le contó como después de verla nacer no pudo dejar de sonreír cada vez que se acordaba de ella. Y como convenció a su mujer para comprarla, hablándole del dinero que podría ganar al transportar más carga de una vez.
…”Pero, ¿como la vas a pagar si no tenemos una perrilla?”.
Y él siempre le contestaba que se levantaría más temprano para poder trabajar más horas y de alguna manera la pagaría.
“Además, Anica, la de la posada, necesita a alguien que le lave la ropa de cama y los manteles esos que pone en las mesas, y lo podrías hacer tú”
Le habló de su niñez triscando en los abalatados campos, y de como saltaba de una parata a otra persiguiendo un tábano, o aquella libélula en la Bancada de los Juncos.
Siguió hablándole hasta que los recuerdos se encontraron y le contó los suyos propios.
Hasta que se fue Lorenzo y un manto de penumbra y de fresco preparaba el tiempo de Catalina y de mil estrellas que los acompañarán en su dificultosa vuelta a casa.
“Ya no podrás ayudarme hasta que te pongas buena” y le frota la pata
torcida mientras a Torda le tiemblan los belfos de dolor.
“Seguro que serán dos o tres días” y le rasca detrás de la oreja, como siempre que quería agradecerle algo.
“Venga Torda, tienes que ser valiente para volver a casa”
“Acuérdate cuando me caí por el risco de José de Amo y me partí una pierna, y si no llega a ser por ti me quedo allí para no contarlo” … y suavemente retira la cabeza de sus piernas, y se levanta, y suavemente tira del ronzal, y ella se mal levanta, y emprenden el camino de vuelta ya sazonado por los olores de la noche y del lugar, o del lugar de noche, o los olores del día mojados por la fresca brisa que baja de Dos Hermanas y de la Chanata, y allí, en el promontorio, se quedan las gavillas, rubias, y los arreos de Torda.
“Ya vendré mañana a recogerlos…” pensó.
Y de como al cabo de los días, Torda, no encuentra sosiego y, triste, canta todo el día su desesperanza.
Y como al final tuvo que traer al médico para que la curara, y el médico le habló de gangrena y de podredumbre y de sufrimiento.
Y como la tuvo que matar de un certero disparo en la cabeza mientras ella lo miraba sin comprender, o comprendiendo y dándole las gracias mezcladas con un último adiós.
Terminó el cigarrillo y miró hacia el este, allá, más allá del pequeño valle, donde la carretera sesga la falda de las montañas, esas montañas donde comenzó, y desde pequeño, a perder visión con la recogida del esparto que al terminar el día vendería por unas monedas en La Romanilla, en las Casas Nuevas, donde pesaban el esfuerzo de todo el día agachándose y robándole el esparto al monte en lucha con alacranes y tarántulas y bichas, donde cada semana venía un camión a recoger el sudor de todo un pueblo.
Él siempre le llevaba a su padre, ciego y postrado de la reuma en una silla a la puerta del muladar, un manojo de esparto que majaba con agua y rodillo y que su padre, con sus diestras manos, y sin necesidad de sus ojos muertos, lo transformaba en pleita que su mujer convertiría en espuertas y capazos, y en seras que más tarde vendería a Luís el molinero, y en hondas que repartiría entre la chiquillada que iba a verle.
Ya de vuelta, y desde el recodo de Las Troneras, divisó a lo lejos, nunca se le pareció tan lejos, y tan tarde, luces sobre piedra, el campanario de la iglesia, y sobre él pequeños destellos que iluminan momentáneamente la nada.
“uno… dos… tres…
Contaba mentalmente como le había enseñado, hace muchas noches, don Juan el cura para calcular la distancia de la tormenta en invierno.
Y miró hacia el oeste, y su mirada asciende por la falda del Cerro de la Matanza hasta la boca de la Cueva de los Moros, donde, de niño, y en manada, iluminados por manchos, se dejaban tragar por aquella boca negra y fría repleta de tesoros y de sorpresas, y de risas, y de miedos.
Mira hacia uno y otro lado al final de los caminos que se abren en i griega. No cambia su rictus, pero sus ojos se hunden más y más en su misterio.
Mira la gavilla, que tendida a sus pies espera sin comprender, y sacando la petaca que guarda la mezcla, se sienta junto a la gavilla y lía un cigarrillo, y lo prende, y apoya los brazos en las dobladas rodillas, y queda su mirada fija en la tela de araña que une dos ramas de un cardo y se abisma en su mundo de sombras y suspiros.
…Como se fue apagando poco a poco. Primero dejó de lavar la ropa de Anica que tuvo que buscar deprisa y corriendo a Lola la del panadero para estos menesteres. Después dejó de trabajar en el pequeño huerto, despensa de su sustento. Más tarde se negó a levantarse y a comer, y cuando acudió el médico le habló de tristeza, y de enfermedad, y de depresión, y de sufrimiento, y de muerte, y le manda unas pastillas y un jarabe.
Como se acordó de Torda y como la echó de menos.
Como se sentó en la cama y le puso la cabeza sobre sus piernas y le acarició la cana cabeza y le habló de cuanto dinero iba a ganar.
“No te mueras y me levantaré más temprano y trabajaré más y te compraré la casa de la ladera que tanto te gusta y no tendrás que trabajar .
Y le iba a comprar cortinas con manzanas pintadas y macetas y flores y…
“No me dejes solo. No sabría que hacer…”
Y ella se iba poco a poco, huyendo de su nostalgia y de su realidad.
“¿Para quien voy a trabajar ahora?”
Y ella terminó su viaje mientras él le acariciaba la cabeza.
…Y como corrió la noticia por el pueblo…
“¡ Se ha muerto la mujer del tonto!”
Terminó su segundo cigarrillo, lo tiró a su vera, lo apagó con su gastada albarca. Se levantó y miró de nuevo al este. Allá, más allá del pequeño valle, donde la carretera sesga la falda de la montaña, y le pareció ver la figura de un coche que se dirigía al pueblo: “Serán los músicos” piensa, mientras se ve entre muchos, y él los murillos, esperando con la ilusión de sus pocos años la llegada de la pasajera que trae a los músicos que amenizarán las fiestas.
Como comienza a andar hacia el Este, y sin bajar la cabeza, y como al llegar al filo del barranco no se detiene, y como cae rebotando como una vieja pelota entre las agudas rocas tiñendo de rojo la tarde.
La noticia la llevarían al pueblo los pastores de Don Julian:
“El tonto sa matao. Sa caio por el Barranco del Caballar”

jueves, 23 de julio de 2009

ESQUIZOFRENIA

CONTRA NATURA

El ruido era ensordecedor.
Los motores de los 16 coches que estaban en la parrilla de salida rugían como verdaderos diablos, preparándose para la carrera que comenzaba. Era la última carrera del campeonato mundial de formula uno.
Javier Corrales estaba posicionado en la primera fila de la parrilla de salida. No en vano iba el primero en la clasificación general, aunque dependía de esta carrera alzarse con el campeonato mundial. Su primer campeonato en caso de que ganara.
Los altavoces no paraban de bombardear a los espectadores con clasificaciones, números, especificaciones de los coches...
La bandera a cuadros bajó en la línea de salida y el rugido de los potentes motores invadió todo el recinto. La tribuna rugió no menos que los motores. Los espectadores levantados y con las bocas abiertas y brazos en alto, y su grito confundiéndose con el grito de los coches.
Había comenzado la carrera del año. La más esperada. Se preveía un duelo entre Javier Corrales y Stephen Thompson que prometía emociones más allá de las que acostumbraban estos finales en que siempre había un favorito. Los dos podían alzarse con el campeonato del mundo.
“Faltan ocho vueltas” bramó el altavoz cuando Stephen iba primero, y a milésimas de segundo, casi al rebufo de su coche, Javier.
Javier ya sabía que faltaban ocho vueltas aún para el final de la carrera, pero a pesar de ello intentó un adelantamiento en la Curva del Arco, que en vez de posicionarlo en cabeza, lo retrasó casi un segundo.
La curva era buena, lo sabía, pero la velocidad que había de adquirir para realizar la proeza le hacía perder, casi, el control del vehículo, que encabritado se desplazaba en derrape hacia la derecha. Le costó acercarse de nuevo a Stephen cuatro vueltas al circuito.
“Faltan cuatro vueltas”.
Es ahora cuando Javier Corrales debería intentar la primera posición, porque si no, Stefhen Thompson se alzaría con el prestigioso campeonato mundial...
Bramaban los altavoces. El público ya descontrolado rugía por el magnifico espectáculo que estaba presenciando. No esperaban menos de lo que estaban viendo, que no difería mucho de lo que ya se anunciaba semanas atrás en los periódicos de todo el mundo.
Cuando Javier vio el cartel de “4” que un técnico de su equipo enarbolaba a la altura de boxes, decidió atacar de nuevo en la Curva del Arco. Se pegó literalmente al culo del coche de su rival y al llegar a la curva dio un volantazo rápido y aceleró a toda potencia de los motores. El coche comenzó a derrapar más que la vez anterior y fue a estrellarse contra las vallas de seguridad. Dio cinco vueltas de campana en el aire y volvió a caer contra el suelo donde explotó y las llamas lo envolvieron. No se hicieron de esperar los servicios del circuito, que efectivamente llegaron hasta el lugar del suceso y apagando las llamas sacaron a Javier de entre aquellos hierros retorcidos que solo unos segundos antes era el orgullo de la marca competidora. Una ambulancia lo llevó al helipuerto situado a la salida del recinto, donde un helicóptero lo transportó hasta el Hospital.
El parte médico que se pudo leer en todos los periódicos hablaba de coma profundo con muy pocas posibilidades de recuperación.
Así quedó Javier solo en el hospital a pesar de amigos, familiares y personal hospitalario. Solo con sus pensamientos, sus recuerdos. Ya no importaba nada la carrera, ni esta última ni ninguna. Los recuerdos iban más lejos en el tiempo. Había recuerdos a la mano de su hermana mayor. Él con 2 años y ganas de orinar. Era plácido. ¿Dónde estaba?. Estaba absolutamente consciente, pero ¿Dentro de un sueño?.
No recordaba nada del accidente pero sí una sensación de placidez.
En un momento determinado comenzó a oír lo que pasaba a su alrededor.
Oía a los médicos hablar con los familiares, a estos con los amigos, a todos. Incluso reconocía voces: Este es Antonio, este otro es Papá, aquella es Marina. ¡Marina!. Intentó levantarse, hablar, tranquilizar a su intima amiga Marina de que él estaba bien, que pronto estarían juntos de nuevo.
--“Están hablando de mí. Dice el médico que no voy a recuperarme nunca. Esto se lo dice a sus colegas cuando están solos. Cuando hay algún familiar dice que existe alguna posibilidad. Piensa el médico que sería preferible desconectar la respiración asistida para que muera en paz. ¡Pero si estoy en paz!. ¡No vayan a matarme!. El médico ha hablado con mis padres y les ha explicado que efectivamente lo mejor para mí es desconectarme. Que he perdido masa cerebral y que prácticamente doy plano en los encefalogramas. Mi padre ha dicho que lo pensarían, pero mi madre le ha contradicho. Que de ning­una manera, que a su hijo nadie lo va a matar mientras ella viva”.
--“He oído hablar a mi padre con el médico. Esta convenciendo a mi madre para desconectarme. Espero que no lo consiga”.
--“He tenido un sueño ¿o no?. Es que no distingo entre la vigilia y el sueño. Creo que en mi estado no duermo. Siempre vigilo”.

--“Ha ocurrido un extraño fenómeno. Es como si alguien palpara mi mente. Posiblemente estén haciendo algún experimento ahí fuera para ver hasta que grado estoy ya muerto. Es como si me hicieran cosquillas en la mente”.
--¡¡¡¡”Síííí, estoy vivooooo! --grito desesperadamente para hacerles ver a los que intentan entrar en mi mente que efectivamente pienso y estoy consciente”.
-- ¿Quién es? -- me dice una voz dentro de mí.
-- Soy yo Javier, Javier Corrales, aún sigo vivo, no me desprendáis de la máquina de respiración asistida.
-- ¿Qué es una máquina de respiración asistida?
-- ¿No eres tú un médico intentando entrar en mi pensamiento?
-- No, eres tú el que se está introduciendo en el mío. ¿qué quieres?
-- Que les digas a los médicos que estoy bien, que pienso. ¿Quién eres tú? ¿Estás a los pies de mi cama? ¿Estoy en una cama o me habéis llevado a algún otro lugar donde podáis hablar conmigo?
-- Me llamo Liza. No tengo ni idea de lo que me estas hablando. ¿Dónde estas?
-- Estoy en el hospital, pero no sé dónde.
-- ¿Pero estas... en qué estado estas?
-- Al parecer mi estado es bastante lamentable. Ya ves que me quieren desconectar.
-- No me refiero a tu estado físico, yo soy del estado de Nueva York. ¿Y tú?
-- Debo estar en Madrid, España. ¿Qué haces aquí? ¿Estáis aplicando algún nuevo avance científico para entrar en mi mente?
-- ¿Qué dices?. ¡Nunca he contactado con nadie que esté a más de 20 metros de donde me hallo
-- ¿Cómo que nunca contactas con nadie...
-- Pues veras, es que tengo una facultad extraña que me posibilita el contacto con otras mentes. Pero siempre ha sido con mentes cercanas.
-- ¿Eres telépata?
-- Si, pero nadie lo sabe. Me da miedo que piensen que soy extraña
-- ¡Que va! A mí me parece muy bien.
-- ¿Cómo es que estas en España?
-- Porque soy español. Sé que estoy en un hospital porque he oído hablar a la gente a mí alrededor y me he enterado de todo. Ellos piensan que estoy inconsciente.
-- ¿No puedes hablar con ellos?
-- No. Pero cuando cuentan cosas me entero perfectamente. El sentido del oído no debo haberlo perdido. Me he enterado de que he tenido un accidente. Mi profesión es la de piloto de formula uno. Estaba conduciendo en la última prueba del campeonato del mundo cuando al parecer tuve un accidente. Bueno el caso es que estaba perdido y de pronto has aparecido.
-- ¿Qué puedo hacer por ti?
-- No se, pero algo se nos ocurrirá. ¿Qué puedo hacer yo por ti?
Ambos rieron mentalmente de la propuesta que hizo Javier.

-- ¿Cómo has tardado tanto en aparecer?
-- Mi familia piensa que estoy loca, o algo parecido. Me llevarán a hacerme unas pruebas en un hospital mental.
-- ¿Cómo es que siendo yo español y tu americana nos podemos entender?. Yo nunca he hablado más de dos palabras de ingles.
-- Yo tampoco hablo español. Ni tan siquiera las dos palabras que dices.
-- ¿Será por lo de la telepatía?
-- No sé, hace muy poco que se me ha despertado esta facultad y además no he hablado con nadie de esto ni a través de la telepatía. Es la primera vez
-- ¿Cómo me encontraste? A mí lo que me pasó es que de pronto algo me hacia cosquillas por dentro y ahí estabas tú.
-- A mí me paso lo mismo. Yo siempre he podido captar las mentes de los demás pero nunca he contactado con nadie como contigo. ¿Tú tenías esa facultad antes de?... Bueno... Tú me entiendes.
-- Si te entiendo. Te refieres antes de entrar en coma, pues no. Nunca he tenido esa sensación. Es más nunca he creído que hubiera alguien con esas facultades.
-- A mí me están matando. Me siento mal por tenerlas. Además me siento rara y me creo que todo el mundo se da cuenta de que me entero de lo que piensa. Así que, no se como, pero lo he logrado, puedo ponerme un escudo protector contra la intromisión de ideas de la gente que me rodea. Solo lo vencen los pensamientos demasiado fuertes. Contra ellos no tengo defensa.
-- ¿Acaso ha sido fuerte el mío?. No contestes, me da igual. De cualquier manera me alegro de que haya ocurrido. Aunque... a veces me parece que es solo una ilusión mía. Que no existes y que te invento para no volverme loco.
-- A mí me pasa lo mismo. Estoy absolutamente aturdida. Desconozco todo esto. Además me da miedo.
-- Pues yo no te voy a hacer nada. Aunque quisiera no podría. Estoy en coma, recuerda.
-- No seas tonto, no me refiero a eso, lo sabes.
-- Ya lo sé. He intentado hacerte una broma.

-- ¡Ya sé donde estoy!. En el hospital “La Paz” de Madrid. Lo que pasa es que no sé que habitación.
-- ¿Puedo hacer algo?. Oye, me gustaría ir a verte, pero ya sabes que vivo en Estados Unidos. No tengo dinero y además se supone que estoy loca.
-- Ya.
-- No te enfades, es verdad que no puedo.
-- Sí. Lo sé. Pero si pudieras... Más que nada para que les dijeras a mis padres que estoy vivo. O al menos eso creo. Que no me desenchufen de la maquina de respiración artificial.
-- No se como hacerlo
-- Pues yo tampoco. Lo único que espero es que mi madre siga firme a lo que dijo en la habitación y que no deje que me desenchufen. Así al menos te tendría a ti para hablar. Pero si me desenchufan... adiós a todo. Bueno... adiós a ti que eres lo único que tengo.
-- Anda ya. Seguro que tienes miles de cosas más.
-- Si pero son recuerdos. Nada actual. Tú eres mi única actualidad. Mi única referencia de tiempo.
-- Bueno pensaremos algo. Debo descansar. Nuestra comunicación se me hace agotadora. Debe ser por la distancia. Mañana hablaremos.
-- ¿Hablaremos?
-- Bueno. Lo más parecido a hablar. De cualquier forma, creo que he hablado contigo más que con cualquier persona conocida. Eres la única persona a la que he sido capaz de contarle lo de la telepatía.
-- Porque no tenias más remedio. Porque es así como hemos entrado en contacto.
-- Sí pero a pesar de ello.
-- Lo sé. No te preocupes, princesa, que te guardare el secreto.
-- Jajaja, me haces reír. Eso es malo. No estoy acostumbrada. En mi familia dicen que cuando un chico te hace reír es la primera señal de que te estas enamorando.
-- ¿Qué edad tienes?
-- Diecisiete, ¿tú?
-- Veinticinco.
-- ¡Que viejo!
-- Bueno, pero no soy demasiado feo. O al menos no lo era antes del accidente. Es que como no sé si me duele algo, no sé como ha quedado mi cuerpo.
-- Seguro que bien, no te preocupes.

-- ¡Javier???
-- Sí, estoy aquí
-- Se me ha ocurrido algo para ayudarte
-- ¿Qué?
-- Puedo llamar por teléfono a tu madre, o al hospital y hablar con ella para explicarle lo que pasa.
-- ¡Fantástico!
-- Sí, pero ¿cómo le hago entender que no soy un fraude?
-- No sé... ¡SÍ! Ya lo tengo. Te contaré cosas que solo ella sabe.
-- Me parece muy bien, espera que coja un boli y un bloc. Ya puedes.
-- No, se me ocurre otra cosa mejor. Cuando era pequeño, mi madre me enseño un alfabeto que solo ella y yo conocemos. Apúntatelo y lo que vayas a escribirle lo haces en este alfabeto. De esa manera ella lo entenderá enseguida.
-- Bien ¿cómo es?
-- Escribe el alfabeto desde la a hasta la z sin incluir la w porque aquí la usamos poco, por no decir nada, y numera las letras de 3 en 3, o sea, la a sería 1 la b 4, la c 7. Así hasta la z que sería el nº 76. después multiplica cada uno por 123 y divídelo por 321. De esa manera obtendrás un número para cada letra. De este número obtenido utiliza el segundo y tercer decimal. Mi nombre, de esa manera, sería ¾ se queda pensando un momento ¾ 29,83,73,79,81,75. Así es como me enseñó a multiplicar y a dividir.
-- ¿No hay repeticiones de letras y números?
-- Sí, se dan en la k y la i, pero en la escritura son fácilmente diferenciables. De cualquier manera, no debe haber problemas. Cuando contactes con ella le dices que le quieres mandar una carta que te he dictado y lo que harás será mandarle una serie de números que serán los que te salgan de aplicar esa ecuación.
-- De acuerdo. Esta tarde, cuando se vaya mi madre llamo por teléfono. Espero que en información me den el número.
-- Si quieres te doy el de mi casa.
-- ¿Cómo podré hablar con tu madre si yo no sé hablar español?
-- Porque mi madre es filóloga. Estudió, aunque no lo ejerce, filología inglesa. Seguro que de algo se acuerda. Procura hablar despacio. Si no la consigues localizar allí, busca el teléfono del hospital y pregunta por mi habitación.
-- ¿Cuál es?
-- No lo sé. Es posible que la hayan dicho, pero no me acuerdo, o no he prestado atención. Pero puedes preguntar por la habitación de Javier Corrales.
-- Bueno, ¿qué le digo a tu madre?
-- Dile, textualmente, “mamá, estoy en contacto telepático con esta chica que te escribe. Sé que estoy en coma, pero estoy vivo. Sé que te han pedido que me desconectes de la máquina de respiración asistida, pero no lo hagas, porque soy muy feliz tal como estoy. Lo que viva he vivido. Tengo una amiga que me gusta mucho que es la que te escribe. Es americana y no habla bien español, pero no te preocupes. Yo hablo mucho con ella. Como señal te diré que cuando tenía yo cinco años me contaste, porque pensabas que no me enteraba de nada, que papá te había puesto los cuernos con la madre de Lucía, sí, la que vivía justo enfrente de nosotros. Y que lo pasaste muy mal, pero que lo perdonaste y que nunca más lo volvió a hacer. Mamá, no dejes que me desconecten”.
-- Bien, así lo haré.

-- ¿Javier?
-- Si, dime, estoy aquí.
-- He llamado a tu madre.
-- ¿Y qué?
-- No la he localizado. Ese teléfono no existe.
-- ¡¿Cómo puede ser?!. ¿No te habrás equivocado? ¿Has probado con el hospital?
-- No, no me he equivocado. Sí he llamado al hospital.
-- ¿Y qué?
-- Me han dicho una cosa muy extraña.
-- ¿Qué?
-- Que no estas allí. Que te desconectaron hace mucho tiempo.
-- ¿Qué?. No es posible. Estoy hablando contigo.
-- Sí, pero eso no es lo peor. Lo peor es que te desconectaron en el año 2.002
-- No puede ser. El accidente lo tuve en 1.999
-- Eso es lo que me temía. Javier. No sé que pasa, pero he de decirte algo más extraño aún.
-- ¿Qué?
-- Que estamos en el año 2.023.
-- Estas de broma. No puede ser. Estaría muerto hace tiempo. Mucho tiempo.
-- Pues así debe ser.
-- Te repito que no puede ser, porque esta mañana han estado aquí mis padres.
-- ¿Es verdad lo del año 1.999?. ¿Lo del accidente?
-- Sí, claro. Seguro que ha tenido que salir en los periódicos de tu país. Ha sido en la final del campeonato del mundo. ¡DOS AÑOS! Hace ya dos años... Increíble. Creía que fue ayer mismo.
-- ¿Sabes? Voy a ir a mirar los periódicos atrasados y ya te cuento.
-- Bien. ¿Por qué no puedes hablar conmigo si no es desde tu habitación?
-- Porque cuando salgo me protejo para que no me entre nadie. Es malo lo que me pasa. Además, no sabes los malabarismos que debo hacer para que el psiquiatra no me interne por loca.
-- Bueno. Pues cuando llegues a casa me cuentas.

-- ¿Javier?
-- Sí
-- Ya me he informado. He estado en la hemeroteca de mi ciudad y he revisado por nombres. He buscado tu nombre y sí. Es cierto que tuviste un accidente en el circuito del Jarama.
-- Ya te decía yo que era cierto.
-- Sí, pero lo tuviste en 1.999
-- ¡Ya te lo dije!
-- Sí, pero no es menos cierto que estamos en el año 2.023
-- ¿Es cierto eso que me dices?
-- Sí.
-- ¡Dios!. ¿Qué me pasa?
-- No sé. ¿Te has quedado atrapado entre dos mundos?
-- ¡Qué va!. Para mí que fue ayer cuando tuve el accidente.
-- Pues en el hospital me dijeron que no sabían nada de ti. Tuvieron que mirar los ingresos de los últimos 25 años que es lo que podían mirar en el ordenador. De esta investigación es de donde sacaron que te desconectaron hace tiempo. Así que busqué en Internet y sí, venían algunas referencias. Pero como no las podía creer, es por eso que me fui a la hemeroteca.
-- ¡Dios!. ¿Qué puedo hacer ahora?
-- Pienso que... pero no.
-- ¿Qué?
-- No, no me atrevo ni a pensarlo
-- ¡Dime?
-- Javier. Ya no sé vivir sin tu presencia en mi cabeza. Me he acostumbrado a ti. No sé si esto es amor porque nunca he estado enamorada. Pero... Si existiera la posibilidad de que te vinieras a vivir conmigo...
-- ¿Cómo?
-- No lo sé. Imagino que debe haber alguna posibilidad de compartir mi cuerpo. Vente a mi mente. De todas formas te pasas la mayor parte del tiempo en ella, así que no habría mucha diferencia.. Sería como compartir piso.
-- No sé... ¿crees que saldría bien? Digo en caso de que fuera posible.
-- Sí. Además no sería peor que esos casos que conozco de doble personalidad. Tú estarías conmigo porque yo así lo quiero. No me serías impuesto.
-- Sí, pero debería estar relegado toda mi... tu vida a esconderme.
-- No sé... podrías asomarte al exterior de vez en cuando, cuando nadie nos vea.
-- Te tomarían por loca. Cuando estaba vivo, en 1.999, tenía una amiga con doble personalidad y no creas, no era muy agradable hablar con ella.
-- ¿Le preguntaste acaso, alguna vez a que era debida su doble personalidad?. Te lo pregunto porque al parecer mis padres piensan que yo la tengo. Y solo porque al principio me pillaron hablando contigo en voz alta.
-- Pues no, la verdad es que nunca se me ocurrió preguntarle.
-- ¿Es posible que estuviera con alguien como tú?
-- Pues... no sé. La verdad es que si me llega a decir que está con alguien como yo, el primero que llama a los loqueros soy yo. Pero ahora...
-- Claro. A mí me pasa lo mismo. Jamás habría pensado caer en esta... en este... no se como calificarlo. A veces pienso que no existes y que realmente estoy loca.
-- Pero no estas loca. Tú sabes que existo. O al menos he existido.
-- Sí, pero a lo mejor lo he leído en alguna parte y me estoy haciendo una ilusión vana. O mi mente me está jugando una pasada de loca.
-- No! Espera... debe haber alguna señal que te haga creer en mí.
-- No, si yo creo en ti. Es una forma de creer en mí.
-- Sí, pero algo más real, más tangible.
-- ¿Cómo qué?
-- Pues no sé... espera...
-- ¡Ya está!, tengo la solución
-- ¿Cuál es?
-- Existe algo que jamás en mi vida he dicho a nadie. Ni a mis padres ni a la interesada, y después a nadie por vergüenza, o por lo que sea. Cuando tenía 10 años más o menos, en el verano de 1.984 estuve con mis padres veraneando en Almería, en un pueblo que no me acuerdo como se llama, puede ser Agua Amarga. Allí me enamoré por primera vez de una chica de 22 años. Era mi sueño. Recuerdo un árbol grande que había en un descampado a la izquierda de la carretera que lleva al pueblo. En ese árbol escribí su nombre. Se llamaba Adelaida. Y la fecha 1.984, o verano de 1.984 y firmaba Don Javier para aparentar más edad. La edad que necesitaba para acercarme a ella. . seguro que si existe aún el árbol estará allí mi nota.
-- ¿Pero como lo hago para ver si es cierto, si no sueño, si no estoy loca?
-- No sé, podrías llamar al ayuntamiento y preguntar.
-- Bueno. Daré por buena tu nota.
-- Bien.
-- Oye. Llega mi madre. Me tengo que ir.
-- ¡Espera!. ¿Por qué siempre me hablas de tu madre? ¿Y tu padre?
-- Hace ya un par de semanas que lo llamaron con urgencia. Por lo visto ha pasado algo en su campo de trabajo que requiere sus servicios
-- ¿Qué campo es?
-- Él es físico quántico y además astrónomo. No me ha dicho nada, pero he leído su mente. Al parecer se han detectado ciertas señales en distintos telescopios que necesitan investigación. Creo que los que lo han llamado pertenecen a SETI.
-- ¡Ah, conozco esas siglas. ¿Tu padre tiene algo que ver con las señales de inteligencias de otros mundos?
-- No sé, pero lo requieren para muchas cosas de ese estilo. Bueno, adiós, me voy a cenar con mi madre.
-- Adiós.

-- ¿Javier?
-- Sí, estoy aquí. Dime.
-- Lo he pensado mucho. Quiero que te vengas conmigo. De cualquier manera, no tienes nada que hacer allí. Lo único es que me da un poco de miedo que estés muerto.
-- Pero no es verdad. Yo me siento auténticamente vivo. Bueno, vivo de mente. La verdad es que el cuerpo no lo he sentido desde que tuve el accidente.
-- Ya lo sé. Por eso te digo que, si quieres, te puedes venir conmigo
-- Bueno, vamos a probar. Así me enseñas tu ciudad y los cambios que ha habido desde que...
-- Dilo, es necesario que lo digas, que aceptes esto como es. Si no lo haces es posible que nos volvamos locos los dos.
-- ...¿Me morí? Jamás pensé que se podría utilizar este tiempo verbal en este verbo.
-- Ja ja ja. Otra vez me haces reír.
-- Dime una cosa: ¿qué estamos estudiando?
-- Ja ja ja. “Estamos” en el último curso del instituto. El año que viene empezamos la universidad. Ya decidiremos que estudiamos. Es posible que tú sepas de algo que nos venga bien.
-- ¿Decidido, entonces?
-- Decidido. Cuando quieras.

-- Doctor Macius, ¿Cuánto tiempo debe quedarse en observación?
-- No le puedo decir exactamente. Creo que Liza, sufre un proceso de esquizofrenia y se le deben hacer unas pruebas y pienso que lo mejor para ella es que se quede una temporada con nosotros para estudiar su comportamiento y comprobar sus reacciones al tratamiento.
-- ¡Dios mío... sola... ¿qué va a ser de nosotros...?
-- No llore, eso no ayudará en nada. Le garantizo que estará perfectamente cuidada. Además ya ha visto al entrar el precioso bosque que nos rodea. Allí pasará la mayor parte del tiempo vigilada por alguien.
-- ¿Podremos venir a verla?
-- Siempre que quieran, y siempre que a ella no le produzca distorsión alguna.
-- Cuídela mucho, doctor.
Con estas palabras, la madre de Liza, la dejó en manos de los especialistas del Hospital Mental.

-- ¿Doctor Macius?
-- Sí, ¿Con quien hablo?
-- Soy Marc, del servicio de vigilantes voluntarios.
-- Ah, hola Marc. ¿Qué quieres?
-- Estoy en el sector del lago vigilando a Liza. Está sola sentada en un banco riéndose ella sola. Me he acercado para ver si necesitaba algo y se ha puesto a hablarme en español sin parar de reirse.
-- hummm... Voy para allá.

-- Hola Liza.
-- Buenos días doctor.
-- ¿Cómo te encuentras hoy?
-- Nos encontramos perfectamente, ja ja ja...
-- Liza, no entiendo bien el español. ¿Qué has querido decir?
-- Que hace un día espléndido, que me siento muy feliz y que comparto todo esto con Javier. Quiero decir, conmigo misma.
-- Hace ya un par de meses que estas aquí, Liza. Creo que me conoces lo suficiente para saber como soy. Quisiera hablar contigo sobre ti y todo lo que te rodea. Si estuvieras de acuerdo...
-- “Javier, ¿crees que el doctor está preparado para que le contemos la verdad?”
-- “Creo que sí. No se ve mala gente. Pienso que lo entenderá todo”
-- “Ya sabes que somos uno solo, a mí, personalmente me gustaría contarle, pero debemos estar de acuerdo”
-- “Creo que no sería malo. Al menos tendríamos a alguien con quien hablar a parte de nosotros. Además se ve que es comprensivo, inteligente y que es un buen doctor. Adelante pues.”
-- Doctor, creo que le debo una explicación. A mis padres no se lo he contado porque no lo entenderían. A mi madre, porque es de Illinois, y ya sabe... y a mi padre, porque nunca está en casa. Apenas lo conozco.
Liza le hizo al doctor un resumen de todas sus vivencias desde que comenzó a desarrollársele la telepatía, hasta que encontró a Javier y hasta el día actual.
-- “Muy bien Liza, hemos estado perfectos”
-- Ja ja ja
-- ¿De que te ries, Liza?
-- Es Javier, me está haciendo reír.
-- ¿Puedo hablar con él?
-- Claro que sí, doctor. Yo le traduciré.
-- Hola, Javier.
-- Buenos días, doctor.
-- Podéis vivir ahí dentro los dos sin problemas?
-- Claro que sí, doctor. Creo que nunca estuve tan bien como ahora.
El doctor Macius se marchó preocupado y pensando que la estaban perdiendo. Solo le quedaba un as en la manga. La Doctora Michaelle Bishop. La más eminente psiquiatra que pudiera existir

-- Hola John, he venido en cuanto me has llamado.
-- Hola Michaelle. ¿Has tenido buen viaje?
-- Sí. ¿Por qué nos reunimos en el hotel en vez de en el hospital?
-- Creo que tenemos un problema que no se puede tratar en el hospital.
-- ¿Qué tipo de problema?
-- Tenemos una paciente llamada Liza. Es telépata. Me lo ha demostrado, y es cierto. No se puede estar a menos de veinte metros de ella sin que nuestras ondas le lleguen. Por eso te he emplazado en este hotel. Aquí estamos a salvo de sus percepciones.
-- ¿Realmente es telépata?
-- Sí, efectivamente lo es. Pero eso no es todo. Sus facultades la han trastornado hasta el extremo de que cree firmemente que ha invitado a vivir en su mente a otra persona. Un español que tuvo un accidente de coche y ha muerto.
-- Eso es imposible.
-- Igualmente pienso yo, pero el hecho es que así lo piensa ella. Entró en contacto con él, que está en España. Mejor dicho, estaba. Tuvo un accidente en 1.999 y pasó a un hospital con respiración asistida hasta 2.002, fecha en que fue desconectado y enterrado en Madrid.
-- Entonces... ¿Cómo es posible que haya entrado en contacto con ella? ¿No dijiste que para ella es imposible recibir nada que esté a más de 20 metros? No creo en la veracidad de esos hechos. ¿No es cierto que cumple todos los requisitos para ser tildada de esquizofrénica?
Macius le hizo a la doctora Bishop un resumen de lo que le había contado Liza.
-- No he podido confirmar todos los datos de ese tal Javier. Es cierto que existió y que tuvo ese accidente, y que estuvo en ese hospital. Lo que no hemos podido confirmar es lo del alfabeto utilizado con su madre, porque ella murió hace algunos años, ni la historia del árbol y el nombre grabado en el mismo porque no existe ese árbol. Hace tiempo que toda esa zona está masificada de viviendas.
-- De alguna manera habrá leído la historia en alguna parte...
-- Puede.
-- ¿Y dices que ella se encuentra feliz?
-- Sí, pero me temo que es la clase de felicidad que deviene del estado en que se encuentra.
-- ¿Razona bien?
-- Sí, perfectamente.
-- ¿Había estudiado español ella?
-- No. Además, he de decirte que su español es perfecto.
-- ¿Puedo verla y hablar con ella?
-- Creo que sería peor. Sabría inmediatamente que habíamos hablado de ella en este sentido. Yo he podido zafarme, creo, de su mente gracias a la aplicación de diversas técnicas. No creas que me está resultando fácil.
-- Bien, creo que lo que habría que hacer es nada.
-- ¿Cómo que nada?
-- Sí, nada de recursos convencionales. Ella, por lo que me dices, está enamorada de esa idea, de ese Javier. No puedes hacer nada contra él. No hay nada sobre esa invitación al amigo. Sabes que la mente aún a pesar de los adelantos habidos en neurología y en psiquiatría, es un campo prácticamente inexplorado. El hecho de que se le haya desarrollado la facultad de expresarse en español deviene, seguro, de algún tipo de herencia genética. Algún antepasado español. Pienso que la única posibilidad de recuperarla es anular su mente ligada a su propia vida con la ingesta de algún psicotrópico y hablarle a su otro yo, a ese recientemente adquirido. En su doble personalidad, seguro que detectaremos algo de amor hacia su otro yo. Es a ese amor al que debemos acudir y explicarle que debe desaparecer.
-- ¿Crees que daría resultado?
-- Se han hecho algunas cosas parecidas en Suiza. El doctor Jean Francois Jarret estuvo trabajando en este sentido en 2.018 o 2.019. pero no obtuvo los resultados esperados. El paciente entró en un estado catatónico del que nunca ha salido.
-- ¿Y crees que lo que ha sido malo para otro paciente para este será bueno?. ¿En qué te basas?
-- En que la teoría es buena. Es la aplicación la que puede haber fallado. Al doctor Jarret no le dejaron seguir la experimentación, aunque yo soy de las que piensan que puede ser, “es”, efectiva.
-- Bien, en caso de estar de acuerdo con tus teorías, ¿estarías dispuesta a compartir conmigo el experimento?
-- Por supuesto que sí. Para eso he venido. Pero estaré en el hotel hasta que la mediques convenientemente para inhibir su volitividad. De esta manera solo estaremos con su otro yo. Con su yo adquirido.
-- Pero... tenemos un problema. Su yo adquirido es español. Deberemos contar con un traductor.
-- Olvídate. Soy mitad chicana, ¿recuerdas?.

-- ¿Michaelle?
-- Sí.
-- Ya puedes venir. La paciente está dormida.
-- Voy enseguida.

-- ¿Está sedada?
-- Sí.
-- ¿Has comprobado si su otro yo está despierto?
-- Está con nosotros.
-- ¿Doctor? No puedo ver nada. Solo les oigo. ¿Qué está pasando? No entiendo nada de lo que dicen. ¿Pueden hablar en español?
-- Hemos anulado la volitividad de Liza. Ahora estas tú solo ahí dentro.
-- ¿Quién es usted?
-- Soy la doctora Michaelle Bishop, una colaboradora del doctor Macius. No debe temer nada. Hemos dormido a Liza para poder hablar contigo sin dañarla a ella.
-- ¿Qué quieren de mí?
-- Solo queremos hablar contigo. ¿Es cierto que eres un piloto de coches español?
-- Sí, lo era. Al menos eso me ha explicado Liza. Que me desconectaron de la máquina que me mantenía vivo.
-- ¿Cómo podemos saber que eso es así, y no eres una suplantación de personalidad de Liza?
-- Mire doctora, yo no entiendo nada de lo que me pasa. Tampoco entiendo como puedo estar aquí. Lo único que sé es que estaba tan tranquilo en el hospital y ella apareció en mi mente. O yo en la suya. No puedo decir como fue. Lo cierto es que me encuentro en un estado muy raro. Puedo ver a través de sus ojos y en definitiva sentir a través de sus sentidos. Lo que a ella le hace daño a mí también.
-- ¿Qué tal te cae Liza?
-- Muy bien. La pregunta me parece una tontería. Si no fuera así me hubiera ido de ella. No sé a donde, pero lo hubiese hecho. Estoy en ella y con ella porque es una persona sensible y además muy bella.
-- ¿Sabes que a ella esto le está afectando de manera muy negativa? Sus padres y todos los que la rodean piensan que está loca. ¿Tú que piensas?
-- ¡Que no está loca, ni mucho menos!
-- Entonces... ¿la quieres?
-- Creo que sí. Que estoy enamorado de ella. Es una sensación rara la que tengo. Es como si estuviera enamorado de mí. Nunca estuve más cerca de mí que lo estoy ahora.
-- ¿Por cuánto tiempo piensas que puedes quedarte con ella?
-- No lo sé. Nunca lo había pensado.
-- ¿Sabes que estando ahí dentro, ella no podrá hacer una vida normal?. ¿Sabes la edad que tiene Liza?
-- Claro que lo sé. Tiene 17 años y el mes que viene cumplirá 18.
-- ¿Crees que a los 17 años se merece quedar anulada para el resto de la vida?
-- No está anulada. Me ha dicho que jamás ha hablado con alguien tanto como conmigo en este tiempo. Que está feliz de que yo esté con ella.
-- Sí, pero... ¿Hasta cuando?. ¿Qué será de ella dentro de unos años?. ¿Sabías que era una buena estudiante y que ahora ha tenido que abandonar los estudios?
-- ¿Por mi culpa?
-- No, no es por tu culpa, pero ciertamente influye. Y lo sabes. Al menos deberías saberlo si eres tan legal como me pareces. Si realmente la quieres, deberías olvidarla. Dejar que ella viva su vida.
-- No lo había visto nunca desde ese prisma.
-- Pues pienso que no hay otro desde donde verlo. Pero solo depende de ti. Solo tú puedes hacer que ella vuelva a ser quien era.
-- ¿Me dejas pensarlo un tiempo? ¿Que lo comente con ella?
-- No podrás hacerlo. Si no desapareces de ella ahora mismo, cuando se despierte estarás con ella, serás ella y no podrás hacerlo nunca más. Debe ser ahora o nunca.
-- No sabes lo duro que es para mí hacer lo que me estas pidiendo. Bien. Desapareceré. Solo quiero que me prometas una cosa.
-- ¿Qué?
-- Que cuando esté bien. Recuperada. Le digas lo mucho que la quiero. Que efectivamente estoy enamorado de ella. Que le agradezco por haberme hecho vivir este tiempo. Que la espero allá donde vaya.
-- Prometido. Ahora os dejaremos solos. Ella despertará dentro de 5 horas. Vuelvo a repetirte que depende de ti el hecho de que ella pueda reintegrarse a su propia vida.
-- Salieron de la estancia y Michaelle tradujo al doctor Macius toda la conversación.
-- ¿Qué haremos con su deseo de que Liza sepa que la ama?
-- Por supuesto que nada. Liza no se puede enterar de nada de eso, porque no ha existido. Cuando Liza despierte, pensará que Javier ha sido un sueño, una pesadilla. -- contestó Michaelle

-- Buenos días señora Quaterman.
-- Buenos días doctor.
-- He aprovechado mi día libre para venir a verla. Hace ya un mes que Liza obtuvo el alta y he venido para interesarme por ella. ¿Cómo se encuentra?
-- Estupendamente doctor. Se ha reintegrado a sus clases y está más despierta. Tiene apetito y creo que no se acuerda de nada de lo sucedido.
-- Ya. ¿Y la telepatía?
-- Creo que le ha desaparecido, al menos no parece que la tenga.
-- Eso mismo opino yo. Antes de venir a verla he pasado por el instituto y me he acercado a ella sin que se entere a menos de 20 metros y no ha contestado a mis llamadas mentales.
-- No sabe cuanto me alegro. ¿Qué pudo ser, doctor?
-- Mi colega, la doctora Bishop, y yo coincidimos en que ha sufrido un PET, proceso de paranoia esquizoide temporal, lo que le provocó una disfunción cerebral que le desarrolló la capacidad telepática. Ella misma quería salir de ese trance. Requería ayuda y por eso hablamos con su personalidad adquirida solicitándole ayuda para la personalidad real y funcionó. Al desaparecer esta personalidad desapareció su PET y con él su capacidad telepática.
-- No sabe usted, doctor, lo agradecidos que le estamos de ello.
-- ¿Entonces dice que no se acuerda de nada?
-- No, a veces he intentado sacar la conversación. Le he preguntado por Javier, o si conoce a algún español, o que tal va con su amigo, pero siempre me mira de forma extraña preguntándome si estoy loca.
-- Altamente satisfactorio. Sí. Bueno la dejo. Solo he venido a preguntar.
-- ¿Doctor, cree usted que debe ir al hospital a hacer algún tipo de revisión?
-- No, no es necesario. Entiendo que está perfectamente reestablecida.
-- Gracias otra vez, doctor.

-- Detrás de nosotros está el doctor Macius, Jhon Macius. Está intentando llamarme.
-- Ten cuidado, no te vuelvas. Seguro que es una trampa para que mires y de esa manera poder llevarte de nuevo al hospital.
-- No lo pensaba hacer. Ahora todo el mundo piensa que me he recuperado y que ni tan siquiera sé quien eres o si has existido en mi mente. Además, creen que me ha desaparecido la capacidad telepática. Lo que no saben es que no solo no ha desaparecido, sino que se ha acentuado. Ya no existen los límites de distancia. Solo los límites que yo impongo.
-- Bueno, olvidemos al doctor. Ya veras, cuando estemos en España te voy a enseñar todos los lugares bonitos que conozco.
-- Sí, pero deberíamos haber comprado dos billetes en vez de uno.
-- Ja ja ja ja, ahora eres tú la que me haces reir.
-- ¿Sabes? Yo solo quiero estar contigo. Te quiero mucho.
-- Yo también te quiero.

miércoles, 22 de julio de 2009

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(El principio del fin)

Es curiosa la forma en que el destino, o el azar, te pone en camino de no-se-sabe-que que en principio supone la nada, pero que va enrevesandose hasta conformar el centro de tu centro, de tus alegrías, de tus desesperanzas, de tus lagrimas. Es claro que no todos los encuentros te llevan a ello. Solo aquello que, por raro, mordaz, bonito, triste, o un olor, o un pergamino que se resquebraja y su sonido alimenta adormecidos recuerdos de nunca, o un sabor que alimenta la esperanza perdida de encuentros que satisfagan tu imperiosa necesidad de algo nuevo, o ese tacto que impregna la yema de tus dedos de calor y de frío, de polvo rancio y nítidas superficies, o una mirada conturbada ante la explosión que experimentas ante un grafismo nuevo, o un reto a la expresión, o un abultado apéndice.

Cuando las sensaciones, la relación de todos los sentidos confluyen en un punto en que tu estática laxitud te confiere la negativa estancia en el proceloso mar de la abulia, del dejar pasar todo aquello que podrías tomar, solo por el hecho de “ser consciente” de que tu has nacido para satisfacer y no ser satisfecho, para dar y no recibir, solo entonces estas abierto, expectante a ese confluir de sentidos que arrebatan el sentimiento al mundo, a la vida, y te llenas. Solo un problema, al final caes de nuevo en tu pragmática casuística, en tu devenir conformado... Pero eso fue mucho después...

El papiro lo encontré un día cualquiera, hace aproximadamente un año.
Acostumbraba a salir con amigos conformados que no confirmantes.
Asistíamos, como si de un rito, por la costumbre, se tratase a periódicas cenas en los restaurantes más señalados de la ciudad.
Tras la ingestión, acostumbrábamos a dar una vuelta por los círculos, ya manidos, foros, ora de triviales conversaciones, ora tensas, ora filosóficas...
De una de ellas, recuerdo, salió la carta magna de los pilares fundamentales de la relación de pareja. Los cuatro pilares fundamentales de la misma.
Estas reuniones de fin de semana, sentados al amor de la noche, y de la música, fueron apartándome de la realidad, de una realidad deseada y ya labrada de años y años de convivencia y me arrojaba a aquella otra realidad de soledad, de estorbo.
Ocurrió un día cualquiera.
Vi pasar a alguien acompañado de alguien que portaba bajo su brazo un papel enrollado. Acostumbrado como estaba a ver pasar mil gentes con las cosas más dispares bajo el brazo, que prácticamente no presté la atención debida. Fue más tarde cuando recapitulé y comprendí que desde aquel día quedé expectante, con la sensación de haber encontrado misterio. Ese misterio que haría explotar lo no vivido. Como digo, no presté atención al papel enrollado. Era en principio uno más de los artilugios que cada uno lleva escondido bajo su sobaco. Habían, aquel que portaba una maquina de escribir y que nunca me produjo sensación que prestara a mi necesidad conturbe alguno. Aquel otro que llevaba un pan y un pollo asado y se paseaba con el sobaco lleno de grasa en su grasienta ansia de no perder posiciones. Había aquel que portaba banderas, significando así una direccionalidad nada apetecida por mi necesidad. Había aquel que apretaba en su sobaco una gran barra de hielo que jamás se derretía bajo su brazo. O aquel que chamuscado en brasero encendido, moría lentamente en su ardor. ¿libros?, ¿folios?, ¿enormes lapiceros?... todos, todos y cada uno de ellos portaban algo bajo su brazo. Yo, mi abulia, mi conformismo, mi negación a la vida, mi plumbica estancia, reunidas todas en mi necesidad.
Solo ocurrió porque sí. Aquel papel enrollado con protuberancias manifiestas bajo un brazo de cuello erguido asombrado por apéndices de firme personalidad, de mirada de asombro en la distancia, de marcados pómulos en rayas de sol. Aquel DIN A1 enrollado, iluminó la terraza escasa de luz, aumentó la temperatura y desapareció tras las puertas que encierran la fuerte música. Fugaz rayo que de calor y de luz descansó en su propio rescoldo que en mí improntó.
¿Por qué ese papiro? ¿Que contendrá? ¿que será aquello que tormentas desata y por qué?. Debo leerlo. Alguna vez me ha pasado, alguna vez. Pero siempre se ha quedado en rescoldo. Igual que aquella vez. Pero aquella vez pude ver el color de su luz, y la bebí, y fue ese color nuevo y esa curiosidad que te concentra en el estadio de la necesidad.
Todo el mundo necesita. Todo el mundo busca desesperadamente su papiro, su televisor, su máquina de escribir, también, por qué no, su pollo asado y su pan. Todo el mundo busca su luz, la luz que ensombrece a la claridad y al propio sol y que ciega en espanto y en locura a todo lo discernible. Una luz que rompe la ecuanimidad y se sumerge en vivencias no vividas, en éxtasis inexplorados, en sabias deducciones que se desmoronan. En todo aquello que libera tu propia libertad y que por ello mismo te coarta y te encierra en el miedo de la posibilidad.
Y fue ese color, mezcla de azules y de rojos y de nítidos blancos. Y era blanco, pero rojo, pero azul, pero no... Era ese indefinido color que un ciego de nacimiento definiría como el color más bonito del mundo.
Ese color fue difuminandose a lo largo de la semana. Desapareció de mi. Abandonó mi espíritu el ansia loca, indescriptible, de leer ávidamente el, sin duda, manuscrito encerrado en aquel sobaco. Esa luz cegadora adormeció con mi deseo en el estatus que confiere el lento morir día a día y desapareció.
Dos semanas más en el recuerdo cuasi huido. Dos semanas más que busco los cotisemanales foros de tertulia, de tedio, de abulico desespero de mi mismo. Dos semanas en que la cena se me hace interminable y en que la nostalgia de nada se apodera de mi. Dos semanas en que prendo pronta prisa con mi sentido y con mi necesidad la característica de mil sobacos portando sus dictáfonos, sus pañuelos de seda, sus hijos, sus putas, sus dientes deformes, sus palas y picos...
Dos semanas y...
Sentados. La exigüe luz acariciándonos. La noche apresada en la palabra, en la cerveza, en el cubata. El humo anochece aun más a la noche. Desgrana Cronos su imparable melodía ignorando las prisas y las risas, ayudando a que el destino se cumpla. Mil sobacos se abren paso entre mil sobacos entrechocando los portentos de su vida venidos al objeto que aprisionan entre su brazo y su cuerpo. Chocan. Sonidos de metal, y de ropas usadas, y de finos linos, y de nostalgias, y de cueros, y de miedos, y de pomposidades, y de frío, y de pollos asados, y de nada... Y mi necesidad sigue oscura en su larga, ya, noche. Nada alerta mis sentidos ni aporta nada nuevo a mi necesidad que muere en mi sobaco.
Cronos, con el destino bajo su brazo, ha desgranado ya las horas que faltan para el encuentro. Una sutil, leve, luz azul y roja y blanca comenzó abatiendo la noche desde la esquina de las putas, haciendo que despierte la necesidad que duerme en mi sobaco y que rompa las cadenas de su cuasi extinto pálpito, que empuja al brazo, que enciende los ojos, que gira la cabeza, que mira y ve. Y viene chocando papel enrollado contra pijerio, contra antidepresivos, contra hija. Mi necesidad confundida por el mágico destino, reconoce en aquel sobaco un antidepresivo conocido que le habla de barcos y de despachos oficiales, y en aquel otro una hija que le habla de color amarillo, de extranjero, de vídeo perdido, de frustración. Ambos sobacos han tenido contacto con mi necesidad en tiempos pasados. Han compartido tiempo y espacio. Y se han hablado, y se han consolado.
Tengo la posibilidad de rozarme con la luz del papiro. Y corazón de sobaco soporta alado su paso y su saludo. Y la mirada, ciega de color, y de azul, y de rojo, y de blanco, siembra su ceguera en el oído y hace que le repitan una y otra vez las preguntas en la tediosa tertulia.
¡LEVÁNTATE!
Y sigues sentado, mientras Cronos se te acerca y entrechoca su destino con tu necesidad.
“Recuerdas la última película de bardem???”
¡LEVÁNTATE!
Y sigues sentado mientras Cupido va matando lentamente tu necesidad.
“Pues a mi me impresionó Blas de Otero en su Son Entero”
¡LEVÁNTATE!
Y sigues sentado mientras Eolo te trae de otros tiempos la frase “Carpe Diem”
“Por cierto que he hecho un panegírico a Milán Kundera”
¡LEVÁNTATE!
Y sigues sentado mientras Cancerbero, inconstante, abre y cierra sus puertas dando su último aviso, mientras que tú no sabes si estás dentro y debes salir, o si estas fuera y debes entrar. Es muy poco tiempo el que la mantiene abierta. Ya no atiendes preguntas. Ya no esperas respuestas. Solo una obsesión: entrar, salir. Cualquiera de las dos opciones te lleva a un cambio. Han pasado casi dos milésimas de segundo de dudas, de intrigas, de acelerado pulso de sobaco.
Y te levantas.
Y te acercas a la puerta que oculto Cancerbero se apresta a abrir y a cerrar en continua prisa, con la sonrisa cómplice que recuerda a Cronos.
Y penetras en el ruido, en la alta música, en la noche d dentro, en el humo, en el alcohol.
Y miras, y tu mirada, directa saeta, fija presta pronta su prisa en presa que acepta apoyo de barra a tu derecha. Y rozas tu necesidad contra gestos, mímicas, desconcierto, pábulo, ruina, miedo, alcohol, angostura, mecánica... hasta llegar a la barra en que solícito solicitas, silente misterio, migajas de conocimiento que prendan prendas que en permiso devenidas, hagan florecer espacios en su luz y permitan acercamiento confuso de lectura de necesidad contra pergamino hermético.
“pergamino, aquí necesidad, necesidad, aquí pergamino”
Y queda todo para ti.
Queda todo en la ancha franja que denota deseo de nunca fuga, y de fuego, y de misterio, y de risa, y de contacto de apéndices, y de níveos colores. Y presuntas las manos se juntan al humo, y los pelos discordian pareceres, y las palabras sueñan su sueño adormecidas en la mirada en la mirada, y la inútil nostalgia cuando la presencia es cuerpo irrumpe en el trazo y desboca alma contra papiro, fuego contra alma, ramas de ancestros contra fuego. Fulguran los colores, rojo, blanco, azul, contra la necesidad que flirtea con los primeros renglones del papiro.
Amo tu nariz.
La necesidad confunde el verbo, y este se justifica en ausencia del tiempo. Cronos, realizado su trabajo, sigue silente su misterio. Pero estas solo. Dependes de ti. Y aún a penas has descifrado el primer renglón de su papiro: “Me llamo....” Tu ansia explota e improntas la velocidad que tu propia necesidad te infiere, y abrupto esqueje de eructo de prisa, acometes ya nostalgia, ya ansia, ya necesidad, ya amor. La ilógica de la sinceridad contra papiro incierto. Doblegas tu espíritu, tu fuerza, tu karma, en atrevidas, osadas, desordenadas conjugaciones y explotan en un final indefinido.
Papiro en indefensa espera entreabre quemadas esquinas, indeleble tinta, difuminada luz externa contrastando con la cegante luz que desprende, imposibilita acercamientos de lectura, que no por menos intuidas, menos desesperadas.
Y deviene el final en la última pregunta.
Y viene el principio de mi huida ante al apagón de su luz y su papiro.
Ya desaparecen sus blancos, sus azules y sus rojos, y espalda contra pecho, desaparece en fragor de palabras mientras entrechocan papiro y pijeria y antidepresivos.
“¿ Y estas con......?
“ Con ella.”
Y todo se acaba. Y se calla la música. Y desaparece el humo. Y Cancerbero se encoge de hombros mientras te deja paso.
Y..............
“¿Por donde vamos?, me he quedado en Bardem...”
Mientras tu mente se cierra en truenos y brazos de barro te recorren en tu noche. Pupilas, ya casi ciegas por la negativa de los párpados a perder

viernes, 17 de julio de 2009

EL BURDEL

E L B U R D E L


Este sábado, como de costumbre, nos reunimos los de siempre, esta vez en casa de Fernando. Al punto de las bebidas fuertes y del tabaco continuado, la conversación se deslizó por la afilada línea que separa la confidencia del debate. En este punto alguien me preguntó:
-- ¿ Y tú, alguna experiencia que contar sobre burdeles?
Sonreí beatíficamente para dejar constancia de mi total ausencia de experiencia alguna en este sentido, sin dejar por ello de reverdecer mi ya casi olvidada, y primera, y única experiencia en lo más parecido a un burdel. Mi primer encuentro con este submundo y su luz roja y oscura.
Mi trabajo en la Central de Correos, me liberaba postrado ya el sol, y tras un rocambolesco cambio de medios de locomoción, y al vómito del último autobús, asistía a la vida que llena a estas horas la Rambla.
Como de costumbre me acerqué al banco que queda más cerca de la pensión donde habitaba, en el que, y desde el que deslizaba la mirada y casi a partes iguales por el libro que leía y la gente que pasaba, a la que mentalmente le iba poniendo nota por su forma de vestir, o de andar, o por su belleza, o en casos particulares por sus culos y sus tetas.
Me sentí al momento desconcertado y asombrado al ver pasar por la acera cercana, y bajo los soportales a Alberto que andaba a buen paso.
Alberto fue un compañero de trabajo que vivía al otro lado de la ciudad, a escasos metros de la Central de Correos, y que siempre se escandalizaba cuando me oía comentar mis paseos nocturnos por la Rambla. Siempre decía que pasear por la Rambla de noche, era cuando menos un suicidio frustrado.
Me levanté súbito y alzando la mano que aferraba el libro, intenté, sin conseguirlo, llamar su atención. Comencé a correr en su dirección, pero sin saber por qué, o sí, pero sin querer admitir el morbo que suscitaba en mí su presencia en este lugar, comencé a seguirlo desde lejos. Pensaba desvelar algún secreto nunca revelado en nuestras conversaciones en el trabajo. Lo seguí por aquella acera que parecía no pertenecer a la Rambla. Vi como se paraba ante un pintor de la noche y conversar con él larguísimos minutos. Disimulé acercándome a un kiosco de prensa, y con una revista en la mano, y dividiendo los ojos, uno en la revista y otro en la escena que me ocupaba, terminó su conversación y siguió su recorrido acelerado torciendo en una callejuela. Aquí la noche se cerraba en ausencia de farolas. Serpenteaba la estrecha calle haciendo quiebros y dibujando esquinas que me protegían, con su cerrada noche, del posible descubrimiento de mi, sin duda, felonía.
Al doblar la esquina lo vi pasar frente a un viejo portón de madera, y sin mirar al piso de arriba, acercándose, llamó, puño cerrado, tres veces, y dos veces, y la casa rompió la noche por un instante y se tragó a Alberto. En este momento pensé volver sobre mis pasos, pero el mismo morbo que me inclinó a seguirlo, me empujo a buscar un escondite para la dulce, amarga espera.
El lugar me lo proporcionó la esquina de la calle que se aleja en busca de la dársena del puerto que se olía, donde adornada por un farol rojo había una puerta franqueada por una cortina de pequeños trozos redondos de madera unidos por enrevesados alambres multicolores. Me acerqué a ella y asomé la cabeza por entre aquella incierta cortina, y sin apenas adecuar la vista a la exigua luz, y roja, del interior, vi una barra al fondo, de madera lijada por los años y el paso de mil bayetas y mil vasos, y mil manos apoyándose para no perder el equilibrio cuando el alcohol atonta los sentidos. Tras ella, y dominando la estancia, aquella estanquera de Fellini que tanto me impresionara en mi juventud, luciendo una exigua minifalda roja y un jersey de pequeño punto, y azul, que deja ver todos los pliegues que la obesidad y los años han depositado en su vientre, y sus enormes brazos descubiertos a la roja luz, y su cara, que en tiempos fuera, creo, joven, aplastada por la ingestión de alcohol, y de semen, y de drogas, y sesgada en cada pliegue por líneas rojas, fruto del agrietamiento de las distintas capas de maquillaje, y su pelo, rojo como la luz, saliendo a borbotones por entre la banda de fieltro verde que corona su frente.
-- Pasa amorrr, que no te vamos a comeeeerrr…
Y mientras corrían las es y las erres, y con los brazos extendidos, y con las palmas de las manos mirándome, realizó un movimiento rápido de izquierda a derecha y vuelta que hizo que sus voluminosos pechos amenazaran con salir de los mínimos trapos que pretendían, sin conseguirlo, mantenerlos en su, intuyo, inhabitual sitio.
Decliné su invitación con una sonrisa de conocedor del ambiente, y con un ademán de mano que no por no estudiado menos efectivo que aquellos, me despedí de ella desde mi lejana cercanía, y deje caer aquellos trozos de madera a modo de cortina, y quedé apostado en el soportal y bajo el farol que a duras penas alumbraba el decorado, esperando la salida de Alberto de la misteriosa casa donde entrara pocos minutos antes.
Me entregué a mis pensamientos que vagaban por las mil posibles causas que podían hacer que Alberto estuviera en ese momento ahí dentro. ¿Y que hago yo aquí, en esta calle, y bajo este farol de putiferio espiando sus salidas y entradas? ¿Qué estará haciendo en esta calle, y en esta casa, y llamando de esa manera que solo llaman los ladrones, o los que tienen algo que ocultar? ¿Tendrá algo que ver con los bajos fondos? ¿Con la droga?, ¿Con la trata de blancas?, ¿O será chapero y es una cita?
No debo pensar así. Me dio el suficiente asco de mí mismo como para empujarme a irme de allí para que a su salida no me encontrara.
-- BUENAS NOCHES.
La voz salió de algún lugar a mi espalda y varios kilómetros más arriba. Me doy la vuelta y mi mirada choca con aquel torso negro de camiseta y pelo, y más arriba aquel asquerosamente ofensivo rostro enmarcado por gruesas patillas que me mira desde su atalaya.
-- ¿ERES POLICIA?
Dulcifiqué mi rostro en el grado que se me era posible en este momento y quitándome la pregunta de un manotazo, y sin mirarlo directamente, señal inequívoca de respeto a un superior, se la negué con voz amistosa mientras pensaba con la rapidez que solo se puede pensar en una calle oscura, en la puerta de un local oscuro donde campea la estanquera de Fellini con una minifalda roja, y debajo de un farol oscuro y rojo, y con aquel monstruoso músculo frente a mí doliéndome en el cerebro. “Estaba descansando un rato” “Estaba esperando a un amigo” “Había quedado con un amigo pero no ha venido” “Me voy ahora mismo” “Ruego me disculpe, señor, si he cometido alguna tropelía al descansar aquí” “Mi mujer me ha abandonado, por favor no me pegue” “Reconozco ante Usted que soy un cobarde, adiós, me voy”.
No me dio tiempo a enarbolar ninguna de las frases que me apuntaba el cerebro. Me tomó bruscamente y de un empujón me llevó hasta la barra, y de otro empujón me sentó en un taburete. En mi asombro, y en mi natural susto, miré a mi derecha y un herrumbroso espejo enmarcado en fieltro otrora rojo me devolvió esa imagen de la que pensé me avergonzaría durante mucho tiempo. Hoy, y como siempre me ha pasado, las horas y los días y los años han escondido todo lo suficiente como para que quede solo el recuerdo de la valentía y el arrojo con que afronté la situación.
Retiré mi mirada de mí mismo y resbalándola por el negro cuerpo que se me enfrentaba, la dirigí a mi izquierda dejándola vagar por los pliegues de una cortina azul, y gris, y marrón, que tapaba el final de la caverna, y que se movía acompasadamente, agitada, presumo, por los movimientos de alguien bailando tras ella. Reconocí la música de los Indios Tabajara entonando “Adiós Mariquilla linda”. “Nana na nana na niiiiiiiinooooo”, mentalmente iba siguiendo el desbroce de notas de aquellas guitarras, esperando no sabía que, mientras miraba, y como aburrido – tal como en películas había visto hacer a los presumibles duros – a mi alrededor.
En una de aquellas cuatro, (o eran cinco), mesas estaba sirviendo la estanquera en copas de vidrio serpenteadas por una línea roja, lo que más tarde comprobaría era anís del Mono, o al menos eso decía la etiqueta, aunque el tapón había sido sustituido por una media caña en aras de la pulcritud que se respiraba en el local. Y se lo servía a dos hombres, uno joven y elegante comparado con el resto de los parroquianos, y otro mayor, y desdentado, y más falto aun que yo de pelo, y a una señora, seguramente prostituta ya que se dejaba tocar y morder cada centímetro de su cuerpo, y entre risas, por ambos dos. La estanquera acercó su grotesca boca al oído del más viejo y susurró algo inaudible que hizo que este explotara en risotadas aun más fuertes que las de aquella mujer que compartía su cuerpo entrambos, y que seguro tuvo una infancia triste. Este último pensamiento, ideado por necesidad y en un segundo, me hizo sentir un profundo hermanamiento de mi desgracia con su desgracia que me consoló momentáneamente.
En la esquina de la barra que daba a la cortina, y que se podía izar como puente levadizo para dejar paso a la princesa - estanquera a su castillo, moraba una señora, por edad, o señorita que aposentaba muslo sobre muslo, enorme muslo sobre enorme muslo, y codo sobre mostrador, y cabeza sobre mano, y dedo sobre vaso largo donde da vueltas y vueltas sobre su filo redondo, y mirada, horror, sobre mí. Sonreí, maldita formula de politesse, y se me vino encima desplazando ligeramente la masa.
-- Hola cariño ¿Me invitas a una copa?
Vestía aquella, con una minifalda negra y unas bragas blancas con bodoques, y un algo más que se ceñía a media altura entre lo que tenían que ser los pechos y su cintura. Posiblemente, pensé, a cualquier otra altura pasaría a ser bonito o simplemente deforme, dependiendo de su altura, pero la que se sostenía era simplemente triste. Me sonreía desde sus encías coloreadas de lápiz labial, presumo. Me sonreía prometiendo desde su sonrisa una noche de tal lujuria y depravación que me produjo dolor en la base de cada pelo de mi cuerpo. Miré aquella semidentadura que me escupía entre sus palabras y la rápida respuesta, apenas esbozada, de un rotundo NO, se trastocó en un sí por culpa del amplio campo de visión que poseo desde mis rabillos oculares, donde entraban, entre otras cosas, la camiseta negra, y el pelo que se le sale, y el pantalón vaquero, y… Di las gracias al cielo por no ir incluida la conversación en la invitación, y mientras ella, muslo sobre muslo, enorme muslo sobre enorme muslo, y codo sobre mostrador, y cabeza sobre mano, y dedo sobre vaso largo donde da vueltas y vueltas sobre su filo redondo, y mirada ya huida, me dediqué a mirar la espera.
Al despedirse de la mesa que atendía, la estanquera recibió una sonora palmada en el culo por parte del viejo que hizo que aparecieran sus dientes morados entre su risa, lo que recordó el paralelismo cruel que había con el poema de Pablo Neruda: …No me quites tu risa porque me moriría…
Entró en su castillo por el puente levadizo y se dirigió a mí.
--Eres policía? -- La pregunta carecía de las mayúsculas que había oído antes.
--¡¡NOOOOO!! --Negué por segunda vez pareciéndome cada vez más a uno de esos santos que quieren dar la por su maestro pero se resisten.
--¿Qué hacías ahí apostado?
Recorrí todas las excusas que preparara para el señor del torso y dicté la más creíble.
--Estaba esperando a alguien, es que había quedado en verme con él pero creo que me he equivocado de sitio porque…
Siempre me ha pasado lo mismo en estas o parecidas situaciones. Siempre he hablado sin parar. Siempre he creído que más vale la maña que la fuerza y que por medio del dialogo se puede ganar más que en una batalla, y eso me suena a verdad y a racional cuando no estoy en la situación, pero no así ya entrado en ella, que me suena a excusa y a auto engaño y a pobreza.
-- ¿A quien esperabas?
-- Ya se lo he dicho, yo había quedado…
-- ¿Eres maricón? -- No me dejó terminar mi mentira
-- ¡¡NOOO!! - -Volví a negar pareciendo casi ofendido mientras me atrevía a mirar la cara del señor del torso.
-- No me gusta que nadie se aposte a mi puerta. Me espanta la clientela, y ya hay demasiada poca para que venga un jilipollas a joderme la noche. Así que si esperas a tu amigo lo vas a hacer aquí dentro. ¿Qué vas a tomar?. Porque aquí dentro no quiero mirones y si no vas a tomar nada, Marcelo se puede enfadar.
Ese nombre lanzado desde su boca morada y desde sus ojos hundidos, olía a torso, y a patillas, y a grandes alturas, que me hicieron tomar la decisión de olvidarme de Alberto y pedir algo.
-- ¿Tendría Ud. un refresco o algo así, una cocacola?
-- ¡No rico, aquí no hay refrescos, aquí no servimos mariconadas!
-- Perdón, póngame una cerveza.
-- ¡No hay cerveza!
Todos me miraron con sorna, porque la cerveza era visible, y una caja, al menos, de Cocacola en un rincón de la barra. Di por finalizada la persecución de mi amigo y me dispuse a ofrecer la mínima excusa para que me pegaran, o algo parecido.
-- Póngame una copa de anís.
Tomó la botella que había tras ella y debajo del mostrador emergió, como por arte de magia, otra copa serpenteada por una fina línea roja. Una copa no tan limpia como fuese de desear. Me sirvió el anís, y dejando la botella en el mostrador, clavó en mí su boca morada, y sus plegados ojos, y….
-- Son dosmilquinientasss -- dijo mientras perfilaba una sonrisa de ocre y sorna. Miré hacia atrás y aquel torso, que allí seguía descansando sobre pantalones vaqueros repletos de músculos, y vadeando la mirada, y metiendo la mano en el bolsillo, conté los billetes para solo sacar tres que le hicieran pensar a esta buena mujer que no tenía más, que era mentira que hubiese cobrado precisamente ese día, y de esa manera no me sirviera más anís. Y con la sonrisa de pedir perdón, aprendida durante años de práctica, los deposité sobre la alisada madera, y desaparecieron sin que me quedara ninguna duda en la desesperanza de recibir la vuelta de quinientas pesetas.
-- Bébetelo, pues no se viene aquí a dormirse con una copa.
Nunca me ha gustado el anís. Siempre me ha dolido la cabeza tras su ingestión. Lo pasé de un trago entre las estertoreas risas de aquella furcia que se cenaban entre el joven y el viejo. Cuando comencé a llorar ya había tomado ocho o nueve copas, sin contar alguna invitación de la estanquera, y estaba descansado de al menos veinte mil pesetas. Fue cuando descansaba mi cabeza sobre sus grandes tetas, y haciendo crecer torrentes con mis lagrimas en los enormes canales de la ahora señorita Lidia, y cuando se me era imposible separarme de aquellos descomunales pechos, abatido en ellos por miles de enormes dedos de uñas moras y anillos que en sus caricias arrasaban mis ralos cabellos.
Y era cuando ya andaba contándole a mi confidente, intima amiga de toda la vida, y a toda la parroquia que ya, a estas alturas, estaba concentrada a mí alrededor, todas y cada una de mis penas, atroces todas a juzgar por las lagrimas por mí vertidas, que, seguro, desembocaban en algún enorme agujero allá en la lejanía de las carnes.
Cuándo me desperté, y tras darme cuenta de mi situación, con un terrible dolor de cabeza, conseguí zafarme de la prisión a que me sometían aquellas carnes, y me vestí, ¡horror estaba desnudo!, y sin querer saber nada, y sin preguntar nada, y olvidando todo casi inmediatamente, y sin hacer ruido, me deslicé por las escaleras que bajaban al habitáculo de la noche, con su barra de madera, y su cortina corrida, y su olor ahora mil veces más acre, y abriendo la puerta con todo el sigilo que me permitía mi dolor de cabeza, y que me prestaba mi asco y mi miedo, salí al exterior que volvía a oler a puerto.
Amanecía cuando entré en mi pensión, donde gasté todo el tiempo que me quedaba para tomar mis conocidos medios de locomoción en restregarme con estropajo y jabón y desinfectante y todo lo que se me pudo ocurrir.
Más tarde estaría en la Central de Correos, y con Alberto, que nunca me contaría que estuvo en la Rambla, y al que nunca le contaría la experiencia.

BARCELONA

EL JUGADOR

Hace ya tiempo que vivo con un hombre. Seguro que desde diez meses, o quizás un año, de la desaparición de María del Mar. Desaparición de mi vida, que no de la vida como tal. A veces la veo y hablamos, como si nada hubiese ocurrido, de nuestros hijos y de tantas cosas. Curiosamente más de lo que habíamos hablado nunca. Pero mi vida ya solo me pertenece a mí. Bueno, y un poco a Mariano.
Al no tener ninguna noticia de ella tras su abandono, amontoné todas las conversaciones que pude entablar con sus amigas y de ellas obtuve la vaga esperanza de encontrarla en Barcelona. “Me encantaría pasear por las tardes por las Ramblas de Barcelona”. Este era un deseo que nunca se me fue confesado, pero que se repetía en cada conversación con sus amigas.
Decidí dejarme la barba y no cortarme los pelos de la nariz hasta no encontrarla, y con el plano de Barcelona en un bolsillo y en el plano un circulo rojo que marca las Ramblas, y con una maleta en la mano, me deslicé como un fantasma en la estación del ferrocarril.
Allí estaban aquellas tres monjas riéndose con su risa de monja.
Allí aquel soldado que con su macuto, y solo, y con su mirada perdida en los raíles, esperaba, seguro, el regreso a casa con su pase de permiso.
Allí aquellos dos, despidiéndose el uno del otro, intentando incrustar cada uno en su retina la retina del otro, y mientras, manos entrelazadas, y blancas de apretar, no dejaban ver quien se iba y quien se quedaba.
Dejé la maleta en aquel banco de madera, bajo el reloj y junto a la librería, y en ella compré una revista de crucigramas, que quedaría intacta en mi departamento, y la última novela de Javier Marías. Con todo ello y al “DO, MI, SOL, el tren expreso con destino a Barcelona se encuentra situado en anden tercero vía primera DO, MI, SOL”, me encamine hacia el lugar señalado, que de no ser por la riada humana, no hubiera podido encontrar. Allí un revisor tocado de gorra, y tomando mi billete, me indicó mi coche, y en mi departamento, y sobre la pequeña cama, deposité la maleta y salí al pasillo a fumar un cigarrillo.
El tren salió a la hora en punto con nuestro destino fijado delante de aquella máquina que nos arrastraba.
Con la frente apoyada en el doble cristal de la ventanilla, seguí fumando mientras me venían a la memoria los mil recuerdos de María del Mar.
Reconocí en aquel que apoyaba la frente en el doble cristal de la ventanilla de al lado, a aquél otro que intentaba beberse las pupilas de su pareja en la despedida, en él anden.
-- Son duras las despedidas -- le anuncié.
Él me miró conteniendo a duras penas sus lagrimas.
-- Pero no se preocupe tanto -- seguí -- existen los teléfonos, las cartas y un montón de formas de ponerse en contacto, y además siempre las separaciones acaban y el regreso y la vuelta con la persona que se queda es aun más bonita si cabe que la propia despedida.
Quizás hablara más para mí que para aquél desconocido.
-- No para mí -- me contestó -- Para mi no existe ya nada de lo que usted ha enumerado. Tampoco existe el regreso. Lo mío ha sido una despedida de verdad.
Me derrumbé bajo el peso de mi propia soledad sin despedida, pero tan de verdad como la que me acuciaba mi vecino de ventanilla, y más para animarme a mí mismo que a él, le contesté:
-- No debe Usted pensar así. Siempre, por muy difícil que pueda parecer, hay una luz de esperanza. Esa sensación que te produce el efecto de la espera, que hace que el que se queda, o el que se va, se encuentren cada vez más cerca.
Mientras declinaba mi miserable necesidad de creer que todo ello era cierto, Mariano Tejero, que así se llamaba como pude conocer más tarde, así como que trabajaba en el Camping La Ballena Alegre, en El Prat, estaba rompiendo unos folios escritos y unas fotografías. No creo que me estuviera oyendo, y a pesar de ello, seguí hablando, y como antes, más para mí que para él. –
-- Es prácticamente imposible que dos personas que se quieren y que han compartido prácticamente una vida entera, y que hasta es posible que tengan hijos, dos preciosos hijos, se despidan con un “hasta nunca”. -- Me salieron mis dos preciosos hijos.
Volvió a mí su mirada mientras terminaba de romper la última fotografía.
-- No he vivido la práctica totalidad de mi vida con él. Tampoco puedo tener hijos con él. Ni los quiero. He vivido con él el año de su destino por trabajo en el aeropuerto del Prat. Nunca me dijo que estaba casado, aunque lo presentía y yo mismo me lo negaba, y en mi ceguera creí mi negación. He venido a su ciudad para darle una sorpresa, con un mes por delante y me presenta a su mujer y a su precioso hijo. No le guardo rencor al hijo de puta ese. Lo nuestro ha sido un fin, no una despedida. Solo me quedan los recuerdos más bonitos de mi vida, y su imagen, y su risa fuerte, grabados a fuego en mi cerebro.
Me sentí mareado al verme tan bruscamente abandonado en mi final.
Era la primera vez que pensaba que podía existir un final para mi separación de María del Mar. Este derrumbe hizo que comenzara a contarle mi historia, que comprendida, y gracias a sus preguntas, fui ampliando y ampliando. Cuando terminé mi relato, me sentí más hundido y vacío y él, más sereno y sonriente.
-- Te ayudaré en tu búsqueda.
Nos despedimos y cada uno entró en su habitáculo a esperar la amanecida. Él, seguro que tampoco durmió. Estuve recordando cuando en las calendas de Agosto de aquel año, recién estrenados mis diecisiete, quedé con Sergio Siret en las playas de Mazarrón, y con prácticamente nada de dinero, emprendí el viaje. Un viaje en auto-Stop, en el que el sustento nos lo proporcionaban las monedas que nos depositaban junto a las pinturas que yo desgranaba en las aceras, mientras Sergio entonaba con su guitarra de doce cuerdas aquellas canciones protesta de las que apenas recuerdo Pouppe de sí, pouppe de non de Michel Pornaleff. Aquel viaje en que dormíamos al abrigo de los algarrobos, para de esa manera desayunar sus dulces frutos y hacer acopio de ellos en nuestras mochilas. Aquel viaje en que tomamos un tren, y en su tercera clase, y con los asientos formados por listones atravesados de madera clavada, y los clavos hincándose en la espalda tendida sobre ellos, y dormir, y dormir, hasta despertarnos en una vía muerta. El confort de ahora era muy superior, cierto, pero la vida era distinta. Ahora había perdido a María del Mar, y tenía unos cuantos años más, y una menor necesidad de sueño, y un amigo homosexual en el departamento de al lado. No. No dormí. Oí como con las primeras luces salía de su departamento y tosía, seguramente con la vana esperanza de que al ser oído, saliera del mío y siguiéramos nuestra conversación truncada por el deseo y solo por el deseo de dormir, y olvidar, y vivir tu vida de sueños desligada de la realidad que te invade con la luz.
Quedé un tanto perplejo al entrar en su casa y encontrarme un cuadro mío presidiendo uno de los muros que circundan el salón, que en explosión de color y olor se me ofrecía a los ojos en plantas y flores.
-- Bonita casa tienes.
-- Es herencia de mi madre me dijo, era pintora, ¿sabes? Y muy buena. El cuadro que tienes detrás de ti es suyo.
Miré hacia atrás y mi perplejidad fue en aumento. Estaba señalando mi cuadro. Me acerqué al cuadro con la intención de reconocer mi firma en el mismo, y en su lugar descubrí una firma que no era la mía, donde se podía leer MG 1.940. Yo pinté ese cuadro muchos años después. No le dije nada a Mariano, pero debería investigar esta, aunque buena, copia de mi cuadro.
En un momento determinado me dijo:
-- ¡Dios!, me vas a hacer un enorme favor. El hombre de la despedida está marcando ahora mismo mi número de teléfono. Cógelo tú cuando suene y le dices que no me llame más, que me deje en paz.
Al oír esto pensé que se trataba de una broma de Mariano, o que el deseo de que lo que decía fuera cierto le hacía comentarlo en voz alta.
Sonó el teléfono.
-- ¿Diga?
-- Buenos días, ¿se puede poner Mariano?
Intenté salir de la duda.
-- ¿Usted lo despidió ayer en la estación?
-- Sí. -- Fue su lacónica respuesta.
-- Pues en ese caso no quiere volver a hablar con Usted. Por favor, no lo llame de nuevo. Yo tampoco quiero que lo haga.
Colgué el auricular mientras Mariano me daba las gracias desde su trajín que consistía en regar los cientos de plantas y flores que inundaban las habitaciones.
Salí de mi dormitorio y me senté frente a una ventana de madera y verde que dejaba pasar una luz difuminada por los visillos blancos y bordados, que hizo que cayera en un sopor alegre y triste y…
-- Déjame una fotografía de María del Mar. Me hizo salir bruscamente de mi sopor, y me di cuenta de que no tenía ninguna, me cambió la petición a algo suyo, una prenda, un papel escrito por ella, algo de ella,… me levanté a buscar algo. No tenía nada.
-- Siéntate, -- me dijo. -- Cierra los ojos y concéntrate en ella. -- Y situándose detrás de mí me colocó las manos a ambos lados de la cabeza. No podía pensar en ella. Estaba aturdido por aquella ridícula sesión de imposición de manos.
-- No estas pensando en ella, te ruego que te concentres.
Quedé inerme ante aquella aseveración y busqué entre mis recuerdos alguno que me sirviera para la ocasión. Encontré aquel en que posaba para mí completamente desnuda, tumbada en la alfombra del salón, mientras la devoraba palmo a palmo con la mirada, intentando traspasar aquella visión al lienzo. Eramos aún muy jóvenes y yo comenzaba a exponer. Este cuadro, cuyo titulo, lógico, es “Desnudo en la alfombra del salón”, me hizo ganar una bienal de pintura y me abrió las puertas de la consagración como pintor reconocido en la ciudad y algo fuera de ella. Se me ofrecía desde la alfombra con sus ojos negros, y encendidos, y grandes, y fijos, y con esa risa que multiplica la de sus labios, húmedos, y gruesos, ligeramente arqueados hacia arriba en sus comisuras, ligeramente abiertos, permitiendo entrever sus perfectos dientes y blancos. Se me ofrecía su nariz recta y grande y su pelo negro, y sus tetas apoyadas en la alfombra, y la espalda bajando suavemente hasta el punto donde pierde su nombre, para volver a subir hasta la cima de su culo, y la caída abrupta suavizada en la pendiente hasta perderse en los pies que descansan rectos sobre la alfombra.
Noté que Mariano, como electrizado, quitaba bruscamente las manos de mi cabeza. Me volví hacia él.
-- ¿ Y que? Le insinué.
Nada me dijo, pero en su mirada había algo intrigante.
-- Tengo que presentarte a alguien me dijo al fin Es un amigo mío con el que mantengo una relación de amistad esporádica desde hace mucho tiempo. Vive muy cerca del Parque Guell, así que aprovecharé y después te lo enseñare.
-- ¿Por qué? -- Le pregunté -- ¿Tiene ese amigo tuyo algo que ver con la imposición de manos, o con la parapsicología?
-- No, -- me dijo, -- Es un señor mayor, amigo de mi familia, y que conoció a mi madre antes de su suicidio.
-- Perdón…. Yo no sabía…. -- Intenté defenderme de no sabía que.
-- No te preocupes -- me dijo -- eso fue hace mucho tiempo, tenía yo cinco años cuando ocurrió y ya está superado. Es solo que quiero que lo conozcas, y cuanto ante mejor.
Me quedé pensativo. Solo me había hablado de su madre. ¿Su padre moriría antes, o se habría despedido como ahora está pareciendo ser una costumbre muy extendida? No pregunté por no parecer grosero.
-- Pasad, pasad, me alegró profundamente que me llamaras. Hace una verdadera eternidad que no sabía nada de ti.
Romano era alto, y de aquella edad indefinida que va desde los sesenta hasta los setenta años. Conservaba todo su pelo, aunque de un color azulado, debido, supongo, a un uso abusivo de blanqueantes de cabello. Iba elegantemente vestido, aunque denotaba un cierto desaliño que no supe a que atribuir. La casa era un palacete diseñado por algún discípulo de Gaudi, si no por él mismo. Pasamos a un patio interior, en cuyo centro había un cenador, y nos hizo introducirnos en él. Aquel hombre no paraba de hablar de la juventud de Mariano, y de su madre, y miraba a Mariano con esa mirada que va más allá de la amistad, por lo que supuse que en algún momento fueron amantes. El hombre se excusó en un momento y desapareció para volver al momento con una botella de vino blanco y tres vasos de cristal de Murano. Este gesto hizo que me sonriera con el recuerdo de mis años más jóvenes. La conversación seguía estando alrededor de la madre de mariano. Nos contó, me contó, pues seguro que a Mariano se lo habría contado un millón de veces, que la conoció en una sala de subasta de arte. Él pujaba por un cuadro por el que también pujaba alguien en las primeras filas de público. El cuadro se lo llevó Romano, y cuando se acercó al estrado para dar sus señas al subastador, se cruzó con una joven que al llegar a su altura se paró y sin mirarle le dijo: -- Te lo llevas porque no tengo más dinero, -- y sin más siguió andando.
-- Me quedé extrañado, -- prosiguió su relato, -- y perplejo por lo que consideré un reproche, y cuando llegué al estrado le pregunté a aquella gente por la joven que desaparecía por la puerta del fondo en ese preciso instante. Pude saber que era la pintora del cuadro que yo había adquirido en dura pugna con ella misma. La casualidad hizo que volviera a verla en un pequeño café al que solía ir de niño y allí estaba sentada en un velador y con un portafolios apoyado a la mesita. Me acerqué a ella, que me reconoció al instante, y así fue como comenzamos una relación de amistad, amistad con condiciones. La condición que me puso para volver a vernos fue que no intentaría conseguir ni un solo cuadro más de ella, nunca más. Por eso es por lo que conservo solamente aquel que le arrebatara en la sala de subastas, pero tengo localizados la práctica totalidad de su pintura.
Mariano me miró, y con tal vehemencia que me impelió a hablar. Le conté que yo también era pintor, que aunque de provincias, mis cuadros, algunos de ellos, ya habían viajado a muchos sitios, habiendo traspasado las fronteras del país incluso. Mariano seguía mirándome con intensidad, queriendo expresar con palabras lo que pretendía que yo dijese. No sabía que era lo que Mariano pretendía de mí, así que le pregunté a Romano: -- ¿Puedo ver ese cuadro?
Mariano relajo un poco la mirada por lo que supuse que era esto lo que pretendía que dijese. Ahora concentró toda la fuerza de su mirada en Romano, esperando.
-- Ciertamente.
Impulsado por un resorte invisible, ante esta contestación de Romano, Mariano se puso en pié
-- Vamos pues.
Le seguimos en el gesto, y conducidos por Romano llegamos a su dormitorio. Allí, en la pared, frente a la adoselada cama, estaba mi cuadro “DESNUDO EN LA ALFOMBRA DEL SALÓN”.
Miré a Mariano que sin mirar al cuadro me sonreía, y a Romano, que sin mirarme hablaba de la pintora y de su pintura. Comprendí que Mariano había logrado entrar en mi recuerdo de alguna manera para mí desconocida, y comprendí su sorpresa, y supe por qué separó las manos de mi cabeza tan bruscamente. La firma MG 1.945. Al igual que en el pintado por mí, predominaban los azules y los ocres. La postura de María del Mar, pues el parecido iba más allá de lo permisible, era prácticamente la misma, diferenciándose solo en que en aquél que ahora tenía delante, María del Mar tenía una pierna levantada doblada por la rodilla, y en el tamaño de los pechos. El parecido era tan extraordinario, que supe exactamente lo que pensaba la modelo en el preciso instante de la inmortalización.
Dejamos el palacete y dimos una vuelta por el Parque Guell. Le pregunté por la situación, por su madre, por el cuadro, por Romano. Le pregunté todo y más cosas que quise preguntarle y se me iban, y eran otras las que venían. Él, con esa sonrisa de complicidad, quizás conmigo, quizás con él mismo, o con algún fantasma, dijo:
-- Solo te voy a decir una cosa y por favor no me preguntes más sobre ello, es algo que te agradeceré siempre, pues aunque me lo preguntes de nuevo no te voy a contestar, pero me sentiré mal por no hacerlo. Tu naciste el día dieciséis de Agosto de 1.955. Seguro que era un día precioso, sería uno de esos días que pasan desapercibidos para todos o casi todo el mundo, pero no para los que yo llamo Los Jugadores.
Calló en este momento, y ya no hablamos más en nuestro deambular, y de mi paso por el parque solo me quedan recuerdos de arcos y azulejos que se contraponen. Achaqué a algún vistazo rápido a cualquiera de mis documentos el hecho de que supiera con tanta certeza la fecha de mi nacimiento, aunque me quedaba la duda. Esta duda me ayudó a callarme cuando me lo pidió.
Él llamaba Los Jugadores, como más tarde pude saber, a los elegidos, a los poseedores de esa percepción a la que no llegamos los simples mortales.
No hablamos más hasta llegar a casa, en que tomé unas tijeras y comencé a quitarme los pelos de la nariz para acto seguido afeitarme la barba, pues entendí que ya había encontrado a María del Mar, aunque de una forma más rara de lo que yo hubiese imaginado.
Tras quince días, o tal vez más, de búsqueda infructuosa por las ramblas, donde trabé amistad con cada uno de los pintores que allí se exponen, donde me enteré de que Romano era el padre de Mariano, decidí que mi tiempo en Barcelona había acabado.
La despedida de Mariano no fue en modo alguno menos arcana que el resto del tiempo pasado con él. Cuando me dejó en la estación, me hizo prometer que esto no sería una despedida como a las que el destino me estaba acostumbrando. Yo se lo juré de manera vehemente. Es más, le pedí, que no ya por él, sino por mí, esperaba que no fuese como decía. De hecho, al final fue eso, hoy vive conmigo en la ciudad. Antes de subir al tren, le dije: -- Te voy a decir algo, pero espero, lo mismo que yo te prometí a nuestra llegada a Barcelona, que no te haría preguntas por tu revelación y no las hice, así tu no las harás ahora al revelarte yo algo que debes saber.
-- De acuerdo. -- Fue su contestación apoyada por aquella su sonrisa de comprensión que siempre me conturbó
-- Bien, le dije solo te diré que vayas a hablar con Romano y pídele que te explique algo.
-- De acuerdo, amigo, pero Romano no es mi padre. Sé que mi padre era un pintor de las Ramblas, que debió morir a los pocos años de morir mi madre.
Debió ver mi cara de sorpresa pues añadió -- Lo estuve soñando tres años aproximadamente hasta que desapareció de mis sueños, y supe que había muerto. Sé también todo lo que Romano ha hecho por mí en la creencia de que era mi padre, y sin que yo me enterara. Lo sé, desde el día en que viví la muerte de mi madre. Sé también que lo hizo con la plena conciencia de ser mi padre, y respetando el recuerdo de mi madre nunca me lo dijo, quizás por no estar muy seguro de ello, quizás por miedo, después por rutina y por último por dejadez y comodidad. Sé que mi madre no dejó en este mundo sino unos cuantos cuadros, que por ser yo muy niño, desaparecieron rápidamente, un montón de sensaciones extrañas y un hijo. Y que mi casa, y los pequeños ahorros que me dejó mi madre, son adquisiciones e imposiciones en mi cuenta por parte de Romano.
No supe que contestar. Sonaba ya el DO, RE, MI que me llevaría de vuelta a mi ciudad, y a la rutina, y a mi ya encarnizada búsqueda.
Lo abracé fuertemente y me dirigí a mi vagón, y al comenzar su escalada me llamó. Me volví y vi que tenía algo en la mano. Me acerqué.
-- Ya no me queda ninguna duda. Tómalo. Te lo he estado guardando todos estos años.
Tampoco supe que decirle. Lo abracé de nuevo, y al separarme comprobé que una lagrima corría por mí rasurada cara.
Subí al tren, que arrancó puntual y me dejó la curiosidad de aquel medallón. Más tarde supe que perteneció a su madre y que él se empeñó en que yo era su reencarnación, y de tal manera y como ya he dicho, hoy vive conmigo en mi ciudad y yo soy su madre.
De cualquier modo, es práctico tener en casa a un JUGADOR

COSA JODIDA LA VIDA

COSA JODIDA: LA VIDA

¿Fue viernes?
Creo que si.
Creo que confabularon los eones y nebulosas para que el acontecimiento comenzara y finalizara en el bendito-maldito viernes.
Germinó en él y murió en él, salidos de la arteria que fluye mayestática por los evos que nos conciernen.
Nos sometemos a la distorsión acaeciente de lo inesperado pero intuido en su sublimación más animal. Adjetivamos lo incógnito por lo pragmático deviniendo hacia la confrontación de lo intuido en el onírico mundo que confabulamos.
Estamos, y de hecho morimos y dormimos en el inefable agustático e informe sofá que nos determina una concentración de lo que puede ser, desprendiéndonos de la miseria que siempre es, y así, impregnados de la melosa flauta que filosofía en étnia y llagas de cara, que surcada ignora su cometido de plica abierta a cementerio, al que se niega, infringe su arritmia y desboca en tropel de animas que defenestran la pura que lo ilumina.

Necesito un cuento.
Necesito la informe, la amorfa distancia de un cuento.
Algo, sí, que me indique que los querubines anotan las simplezas, que los nostálgicos elaboran sus trabas, que los impuros se queman, que la naturalidad exaspera y frente al frente difuminan sombras que de un ayer, o de un hoy, se afierran y desprotegen lo insustancial. Lo nunca dicho, o lo siempre dicho. Lo que se advierte y no se concentra en la sensación diurna que acomete placeres o decires que se pierden.
No se crea un cuento con los conocimientos que infringe el deseo.
No son anotaciones lo que se vierten en el concéntrico mundo que supone la elaboración de un cuento.
Se intuye, y al cabo se difumina y se diluye en uno mismo, arrastrando la simpleza y la ignorancia y la desazón y el siempre odiado devenir. El puto: “ tiene que....”
Por eso necesito un cuento. Con su arrullo y con su simpleza ahuyentará la presura que me atenaza y la distorsión que me provoca el desacuerdo con la realidad. La conferida extorsión del... “si no atenúas tu marcha, te sentirás desmarchado”.
Por eso necesito un cuento. Algo que empiece, por ejemplo, “Había una vez algo en algún lugar, en alguna fecha de no hace mucho tiempo, o quizás si haga mucho tiempo, que impelía a los protagonistas a algo, o posiblemente a nada, y que de ello surgió la inoperancia activa, o incluso ni eso.
Había una vez un él o una ella que se acercaron, o se acercó él, o se acercó ella, y de ese impulso nació la nada. O fue él que dijo y dijo y dijo... y ella que escuchó y solo escuchó. Lo que si pudo haber pasado es que el tiempo, tiempo de inquisición y metáforas y sinapopeyas, se vistiera de otoño tardío con algún ramalazo de comprensión de primavera. Lo que sí pudo pasar sería, sin duda, o con ella, que la didáctica jugara al sempiterno juego de la esquina baja y fortaleciera con su enjuto luto la siniestralidad que nos ilumina.
Había una vez un algo que moría por salir y que al final salió y murió. Murió con la conciencia de que había vivido en el sueño y en la decadencia de un rostro y de una palabra y de un exceso de medida. Y murió dentro de la mística y del sonrojo y del deseo y de la parafernalia. Y murió en el recuerdo y en la sensación de la opresiva y suculenta sexualidad.
Había una vez, hace escasamente unas horas, algo que encendía las pupilas del cadáver y que inyectaba sabia de mil distintos tonos de verde en las venas de un viejo olivo.
Había una vez una simbiosis. Las simbiosis siempre han dicho que son necesarias y que centran el estío y denostan la crucifixión. Siempre las simbiosis se dieron entre quien necesita “de” y quien de “de” vive, y ambos, simbióticamente activados, supuraban vida en la vida y sin reactivos que mancharan la pertenencia a uno u otro mundo de degeneración.
Había una vez un silencio compartido, y un reto altivo, y una frase, y una ventaja sobre nada. O sería esquiva y pronta enseña que irisa su risa y friega los platos donde se comiera, o la sin razón del extraño conato de brusco cambio en la fortaleza del hecho esquivo.
Miles de hombres, miles de trajes de pana, un sin fin de boinas y bajo todos ellos, un perro. Un insignificante perro que dignificaba el traje de pana y suprimía la necesidad de un Dios y de un cielo. Una mirada que nacía desde allá abajo, y entre pelo, y entre orejas, y difuminaba su arco en torno al ropaje. Cada canuto de la pana, cada pliegue del traje, cada costura y cada recosido hablaba no más de la pereza que de una vida desperdiciada. Andaba el año de Los Encuentros. Corrían sus días estrechándose en las callejuelas y partiendo almendrados cobijos. Nunca supieron que se encontraron.
Había una vez una ELLA sentada a la puerta de una cafetería, y a su lado un novio, o un marido, o simplemente un él con minúscula. Su conversación transcurría por derroteros desgajados de reproches y de “Si no te hubiera conocido...”, y de angustia, y de recuerdos enmarcados en el más lejano sentido.
Esa misma vez, ese mismo lugar, ese mismo tiempo, otra mesa, una ella con minúscula bostezaba junto a ÉL, y en su bostezo se encontraba su reprimida existencia, su abulia, su apático desdén y la espera de la nada hasta la muerte.
En un determinado momento a ELLA se le cae un pañuelo, o una polvera, o alguna nonada, al suelo, justo al lado de la silla que ocupa ÉL.
La mirada de su compañero de mesa la sigue inquiriendo desde la altura que le da su rabia y su amargura, y ELLA baja los ojos hasta el objeto que el destino ha desprendido de sus manos hasta el suelo mientras, lánguidamente, como queriendo eternizar el momento en su lento gesto, ese momento que la retrae de la rutina, avanza el brazo hacia el suelo, y su cuerpo, levemente, lo sigue.
ÉL ya había llegado con su mano hasta el objeto y lo levanta suavemente, y su mirada buscó su mirada, y su sonrisa encontró su sonrisa, y en un segundo, en su instante de sonrisa, supieron ambos que se pertenecían desde siempre y para siempre.
Y ELLA tomó su nonada de las manos de su amante, eterno amante, y le tembló el alma al ritmo que el alma le temblaba a ÉL.
Un leve y sutil roce de sus manos en la entrega.
Ambos se volvieron lacerados sus cerebros por la angustia de lo perdido por encontrado en el pozo de su perdición.
ELLA y él se levantaron y reprochando él y callando ELLA se marcharon calle abajo.
ÉL vuelve su cuerpo y con él su mirada.
ELLA vuelve su mirada y con ella su cuerpo, y cruzan sus miradas, sus deseos, su nostalgia, y se prometen tiempos felices y fidelidad y amor eterno, y aparece en ELLOS el recuerdo de nada, y un ¿por qué?, mientras ella bosteza por enésima vez mirándose una uña.