viernes, 17 de julio de 2009

BARCELONA

EL JUGADOR

Hace ya tiempo que vivo con un hombre. Seguro que desde diez meses, o quizás un año, de la desaparición de María del Mar. Desaparición de mi vida, que no de la vida como tal. A veces la veo y hablamos, como si nada hubiese ocurrido, de nuestros hijos y de tantas cosas. Curiosamente más de lo que habíamos hablado nunca. Pero mi vida ya solo me pertenece a mí. Bueno, y un poco a Mariano.
Al no tener ninguna noticia de ella tras su abandono, amontoné todas las conversaciones que pude entablar con sus amigas y de ellas obtuve la vaga esperanza de encontrarla en Barcelona. “Me encantaría pasear por las tardes por las Ramblas de Barcelona”. Este era un deseo que nunca se me fue confesado, pero que se repetía en cada conversación con sus amigas.
Decidí dejarme la barba y no cortarme los pelos de la nariz hasta no encontrarla, y con el plano de Barcelona en un bolsillo y en el plano un circulo rojo que marca las Ramblas, y con una maleta en la mano, me deslicé como un fantasma en la estación del ferrocarril.
Allí estaban aquellas tres monjas riéndose con su risa de monja.
Allí aquel soldado que con su macuto, y solo, y con su mirada perdida en los raíles, esperaba, seguro, el regreso a casa con su pase de permiso.
Allí aquellos dos, despidiéndose el uno del otro, intentando incrustar cada uno en su retina la retina del otro, y mientras, manos entrelazadas, y blancas de apretar, no dejaban ver quien se iba y quien se quedaba.
Dejé la maleta en aquel banco de madera, bajo el reloj y junto a la librería, y en ella compré una revista de crucigramas, que quedaría intacta en mi departamento, y la última novela de Javier Marías. Con todo ello y al “DO, MI, SOL, el tren expreso con destino a Barcelona se encuentra situado en anden tercero vía primera DO, MI, SOL”, me encamine hacia el lugar señalado, que de no ser por la riada humana, no hubiera podido encontrar. Allí un revisor tocado de gorra, y tomando mi billete, me indicó mi coche, y en mi departamento, y sobre la pequeña cama, deposité la maleta y salí al pasillo a fumar un cigarrillo.
El tren salió a la hora en punto con nuestro destino fijado delante de aquella máquina que nos arrastraba.
Con la frente apoyada en el doble cristal de la ventanilla, seguí fumando mientras me venían a la memoria los mil recuerdos de María del Mar.
Reconocí en aquel que apoyaba la frente en el doble cristal de la ventanilla de al lado, a aquél otro que intentaba beberse las pupilas de su pareja en la despedida, en él anden.
-- Son duras las despedidas -- le anuncié.
Él me miró conteniendo a duras penas sus lagrimas.
-- Pero no se preocupe tanto -- seguí -- existen los teléfonos, las cartas y un montón de formas de ponerse en contacto, y además siempre las separaciones acaban y el regreso y la vuelta con la persona que se queda es aun más bonita si cabe que la propia despedida.
Quizás hablara más para mí que para aquél desconocido.
-- No para mí -- me contestó -- Para mi no existe ya nada de lo que usted ha enumerado. Tampoco existe el regreso. Lo mío ha sido una despedida de verdad.
Me derrumbé bajo el peso de mi propia soledad sin despedida, pero tan de verdad como la que me acuciaba mi vecino de ventanilla, y más para animarme a mí mismo que a él, le contesté:
-- No debe Usted pensar así. Siempre, por muy difícil que pueda parecer, hay una luz de esperanza. Esa sensación que te produce el efecto de la espera, que hace que el que se queda, o el que se va, se encuentren cada vez más cerca.
Mientras declinaba mi miserable necesidad de creer que todo ello era cierto, Mariano Tejero, que así se llamaba como pude conocer más tarde, así como que trabajaba en el Camping La Ballena Alegre, en El Prat, estaba rompiendo unos folios escritos y unas fotografías. No creo que me estuviera oyendo, y a pesar de ello, seguí hablando, y como antes, más para mí que para él. –
-- Es prácticamente imposible que dos personas que se quieren y que han compartido prácticamente una vida entera, y que hasta es posible que tengan hijos, dos preciosos hijos, se despidan con un “hasta nunca”. -- Me salieron mis dos preciosos hijos.
Volvió a mí su mirada mientras terminaba de romper la última fotografía.
-- No he vivido la práctica totalidad de mi vida con él. Tampoco puedo tener hijos con él. Ni los quiero. He vivido con él el año de su destino por trabajo en el aeropuerto del Prat. Nunca me dijo que estaba casado, aunque lo presentía y yo mismo me lo negaba, y en mi ceguera creí mi negación. He venido a su ciudad para darle una sorpresa, con un mes por delante y me presenta a su mujer y a su precioso hijo. No le guardo rencor al hijo de puta ese. Lo nuestro ha sido un fin, no una despedida. Solo me quedan los recuerdos más bonitos de mi vida, y su imagen, y su risa fuerte, grabados a fuego en mi cerebro.
Me sentí mareado al verme tan bruscamente abandonado en mi final.
Era la primera vez que pensaba que podía existir un final para mi separación de María del Mar. Este derrumbe hizo que comenzara a contarle mi historia, que comprendida, y gracias a sus preguntas, fui ampliando y ampliando. Cuando terminé mi relato, me sentí más hundido y vacío y él, más sereno y sonriente.
-- Te ayudaré en tu búsqueda.
Nos despedimos y cada uno entró en su habitáculo a esperar la amanecida. Él, seguro que tampoco durmió. Estuve recordando cuando en las calendas de Agosto de aquel año, recién estrenados mis diecisiete, quedé con Sergio Siret en las playas de Mazarrón, y con prácticamente nada de dinero, emprendí el viaje. Un viaje en auto-Stop, en el que el sustento nos lo proporcionaban las monedas que nos depositaban junto a las pinturas que yo desgranaba en las aceras, mientras Sergio entonaba con su guitarra de doce cuerdas aquellas canciones protesta de las que apenas recuerdo Pouppe de sí, pouppe de non de Michel Pornaleff. Aquel viaje en que dormíamos al abrigo de los algarrobos, para de esa manera desayunar sus dulces frutos y hacer acopio de ellos en nuestras mochilas. Aquel viaje en que tomamos un tren, y en su tercera clase, y con los asientos formados por listones atravesados de madera clavada, y los clavos hincándose en la espalda tendida sobre ellos, y dormir, y dormir, hasta despertarnos en una vía muerta. El confort de ahora era muy superior, cierto, pero la vida era distinta. Ahora había perdido a María del Mar, y tenía unos cuantos años más, y una menor necesidad de sueño, y un amigo homosexual en el departamento de al lado. No. No dormí. Oí como con las primeras luces salía de su departamento y tosía, seguramente con la vana esperanza de que al ser oído, saliera del mío y siguiéramos nuestra conversación truncada por el deseo y solo por el deseo de dormir, y olvidar, y vivir tu vida de sueños desligada de la realidad que te invade con la luz.
Quedé un tanto perplejo al entrar en su casa y encontrarme un cuadro mío presidiendo uno de los muros que circundan el salón, que en explosión de color y olor se me ofrecía a los ojos en plantas y flores.
-- Bonita casa tienes.
-- Es herencia de mi madre me dijo, era pintora, ¿sabes? Y muy buena. El cuadro que tienes detrás de ti es suyo.
Miré hacia atrás y mi perplejidad fue en aumento. Estaba señalando mi cuadro. Me acerqué al cuadro con la intención de reconocer mi firma en el mismo, y en su lugar descubrí una firma que no era la mía, donde se podía leer MG 1.940. Yo pinté ese cuadro muchos años después. No le dije nada a Mariano, pero debería investigar esta, aunque buena, copia de mi cuadro.
En un momento determinado me dijo:
-- ¡Dios!, me vas a hacer un enorme favor. El hombre de la despedida está marcando ahora mismo mi número de teléfono. Cógelo tú cuando suene y le dices que no me llame más, que me deje en paz.
Al oír esto pensé que se trataba de una broma de Mariano, o que el deseo de que lo que decía fuera cierto le hacía comentarlo en voz alta.
Sonó el teléfono.
-- ¿Diga?
-- Buenos días, ¿se puede poner Mariano?
Intenté salir de la duda.
-- ¿Usted lo despidió ayer en la estación?
-- Sí. -- Fue su lacónica respuesta.
-- Pues en ese caso no quiere volver a hablar con Usted. Por favor, no lo llame de nuevo. Yo tampoco quiero que lo haga.
Colgué el auricular mientras Mariano me daba las gracias desde su trajín que consistía en regar los cientos de plantas y flores que inundaban las habitaciones.
Salí de mi dormitorio y me senté frente a una ventana de madera y verde que dejaba pasar una luz difuminada por los visillos blancos y bordados, que hizo que cayera en un sopor alegre y triste y…
-- Déjame una fotografía de María del Mar. Me hizo salir bruscamente de mi sopor, y me di cuenta de que no tenía ninguna, me cambió la petición a algo suyo, una prenda, un papel escrito por ella, algo de ella,… me levanté a buscar algo. No tenía nada.
-- Siéntate, -- me dijo. -- Cierra los ojos y concéntrate en ella. -- Y situándose detrás de mí me colocó las manos a ambos lados de la cabeza. No podía pensar en ella. Estaba aturdido por aquella ridícula sesión de imposición de manos.
-- No estas pensando en ella, te ruego que te concentres.
Quedé inerme ante aquella aseveración y busqué entre mis recuerdos alguno que me sirviera para la ocasión. Encontré aquel en que posaba para mí completamente desnuda, tumbada en la alfombra del salón, mientras la devoraba palmo a palmo con la mirada, intentando traspasar aquella visión al lienzo. Eramos aún muy jóvenes y yo comenzaba a exponer. Este cuadro, cuyo titulo, lógico, es “Desnudo en la alfombra del salón”, me hizo ganar una bienal de pintura y me abrió las puertas de la consagración como pintor reconocido en la ciudad y algo fuera de ella. Se me ofrecía desde la alfombra con sus ojos negros, y encendidos, y grandes, y fijos, y con esa risa que multiplica la de sus labios, húmedos, y gruesos, ligeramente arqueados hacia arriba en sus comisuras, ligeramente abiertos, permitiendo entrever sus perfectos dientes y blancos. Se me ofrecía su nariz recta y grande y su pelo negro, y sus tetas apoyadas en la alfombra, y la espalda bajando suavemente hasta el punto donde pierde su nombre, para volver a subir hasta la cima de su culo, y la caída abrupta suavizada en la pendiente hasta perderse en los pies que descansan rectos sobre la alfombra.
Noté que Mariano, como electrizado, quitaba bruscamente las manos de mi cabeza. Me volví hacia él.
-- ¿ Y que? Le insinué.
Nada me dijo, pero en su mirada había algo intrigante.
-- Tengo que presentarte a alguien me dijo al fin Es un amigo mío con el que mantengo una relación de amistad esporádica desde hace mucho tiempo. Vive muy cerca del Parque Guell, así que aprovecharé y después te lo enseñare.
-- ¿Por qué? -- Le pregunté -- ¿Tiene ese amigo tuyo algo que ver con la imposición de manos, o con la parapsicología?
-- No, -- me dijo, -- Es un señor mayor, amigo de mi familia, y que conoció a mi madre antes de su suicidio.
-- Perdón…. Yo no sabía…. -- Intenté defenderme de no sabía que.
-- No te preocupes -- me dijo -- eso fue hace mucho tiempo, tenía yo cinco años cuando ocurrió y ya está superado. Es solo que quiero que lo conozcas, y cuanto ante mejor.
Me quedé pensativo. Solo me había hablado de su madre. ¿Su padre moriría antes, o se habría despedido como ahora está pareciendo ser una costumbre muy extendida? No pregunté por no parecer grosero.
-- Pasad, pasad, me alegró profundamente que me llamaras. Hace una verdadera eternidad que no sabía nada de ti.
Romano era alto, y de aquella edad indefinida que va desde los sesenta hasta los setenta años. Conservaba todo su pelo, aunque de un color azulado, debido, supongo, a un uso abusivo de blanqueantes de cabello. Iba elegantemente vestido, aunque denotaba un cierto desaliño que no supe a que atribuir. La casa era un palacete diseñado por algún discípulo de Gaudi, si no por él mismo. Pasamos a un patio interior, en cuyo centro había un cenador, y nos hizo introducirnos en él. Aquel hombre no paraba de hablar de la juventud de Mariano, y de su madre, y miraba a Mariano con esa mirada que va más allá de la amistad, por lo que supuse que en algún momento fueron amantes. El hombre se excusó en un momento y desapareció para volver al momento con una botella de vino blanco y tres vasos de cristal de Murano. Este gesto hizo que me sonriera con el recuerdo de mis años más jóvenes. La conversación seguía estando alrededor de la madre de mariano. Nos contó, me contó, pues seguro que a Mariano se lo habría contado un millón de veces, que la conoció en una sala de subasta de arte. Él pujaba por un cuadro por el que también pujaba alguien en las primeras filas de público. El cuadro se lo llevó Romano, y cuando se acercó al estrado para dar sus señas al subastador, se cruzó con una joven que al llegar a su altura se paró y sin mirarle le dijo: -- Te lo llevas porque no tengo más dinero, -- y sin más siguió andando.
-- Me quedé extrañado, -- prosiguió su relato, -- y perplejo por lo que consideré un reproche, y cuando llegué al estrado le pregunté a aquella gente por la joven que desaparecía por la puerta del fondo en ese preciso instante. Pude saber que era la pintora del cuadro que yo había adquirido en dura pugna con ella misma. La casualidad hizo que volviera a verla en un pequeño café al que solía ir de niño y allí estaba sentada en un velador y con un portafolios apoyado a la mesita. Me acerqué a ella, que me reconoció al instante, y así fue como comenzamos una relación de amistad, amistad con condiciones. La condición que me puso para volver a vernos fue que no intentaría conseguir ni un solo cuadro más de ella, nunca más. Por eso es por lo que conservo solamente aquel que le arrebatara en la sala de subastas, pero tengo localizados la práctica totalidad de su pintura.
Mariano me miró, y con tal vehemencia que me impelió a hablar. Le conté que yo también era pintor, que aunque de provincias, mis cuadros, algunos de ellos, ya habían viajado a muchos sitios, habiendo traspasado las fronteras del país incluso. Mariano seguía mirándome con intensidad, queriendo expresar con palabras lo que pretendía que yo dijese. No sabía que era lo que Mariano pretendía de mí, así que le pregunté a Romano: -- ¿Puedo ver ese cuadro?
Mariano relajo un poco la mirada por lo que supuse que era esto lo que pretendía que dijese. Ahora concentró toda la fuerza de su mirada en Romano, esperando.
-- Ciertamente.
Impulsado por un resorte invisible, ante esta contestación de Romano, Mariano se puso en pié
-- Vamos pues.
Le seguimos en el gesto, y conducidos por Romano llegamos a su dormitorio. Allí, en la pared, frente a la adoselada cama, estaba mi cuadro “DESNUDO EN LA ALFOMBRA DEL SALÓN”.
Miré a Mariano que sin mirar al cuadro me sonreía, y a Romano, que sin mirarme hablaba de la pintora y de su pintura. Comprendí que Mariano había logrado entrar en mi recuerdo de alguna manera para mí desconocida, y comprendí su sorpresa, y supe por qué separó las manos de mi cabeza tan bruscamente. La firma MG 1.945. Al igual que en el pintado por mí, predominaban los azules y los ocres. La postura de María del Mar, pues el parecido iba más allá de lo permisible, era prácticamente la misma, diferenciándose solo en que en aquél que ahora tenía delante, María del Mar tenía una pierna levantada doblada por la rodilla, y en el tamaño de los pechos. El parecido era tan extraordinario, que supe exactamente lo que pensaba la modelo en el preciso instante de la inmortalización.
Dejamos el palacete y dimos una vuelta por el Parque Guell. Le pregunté por la situación, por su madre, por el cuadro, por Romano. Le pregunté todo y más cosas que quise preguntarle y se me iban, y eran otras las que venían. Él, con esa sonrisa de complicidad, quizás conmigo, quizás con él mismo, o con algún fantasma, dijo:
-- Solo te voy a decir una cosa y por favor no me preguntes más sobre ello, es algo que te agradeceré siempre, pues aunque me lo preguntes de nuevo no te voy a contestar, pero me sentiré mal por no hacerlo. Tu naciste el día dieciséis de Agosto de 1.955. Seguro que era un día precioso, sería uno de esos días que pasan desapercibidos para todos o casi todo el mundo, pero no para los que yo llamo Los Jugadores.
Calló en este momento, y ya no hablamos más en nuestro deambular, y de mi paso por el parque solo me quedan recuerdos de arcos y azulejos que se contraponen. Achaqué a algún vistazo rápido a cualquiera de mis documentos el hecho de que supiera con tanta certeza la fecha de mi nacimiento, aunque me quedaba la duda. Esta duda me ayudó a callarme cuando me lo pidió.
Él llamaba Los Jugadores, como más tarde pude saber, a los elegidos, a los poseedores de esa percepción a la que no llegamos los simples mortales.
No hablamos más hasta llegar a casa, en que tomé unas tijeras y comencé a quitarme los pelos de la nariz para acto seguido afeitarme la barba, pues entendí que ya había encontrado a María del Mar, aunque de una forma más rara de lo que yo hubiese imaginado.
Tras quince días, o tal vez más, de búsqueda infructuosa por las ramblas, donde trabé amistad con cada uno de los pintores que allí se exponen, donde me enteré de que Romano era el padre de Mariano, decidí que mi tiempo en Barcelona había acabado.
La despedida de Mariano no fue en modo alguno menos arcana que el resto del tiempo pasado con él. Cuando me dejó en la estación, me hizo prometer que esto no sería una despedida como a las que el destino me estaba acostumbrando. Yo se lo juré de manera vehemente. Es más, le pedí, que no ya por él, sino por mí, esperaba que no fuese como decía. De hecho, al final fue eso, hoy vive conmigo en la ciudad. Antes de subir al tren, le dije: -- Te voy a decir algo, pero espero, lo mismo que yo te prometí a nuestra llegada a Barcelona, que no te haría preguntas por tu revelación y no las hice, así tu no las harás ahora al revelarte yo algo que debes saber.
-- De acuerdo. -- Fue su contestación apoyada por aquella su sonrisa de comprensión que siempre me conturbó
-- Bien, le dije solo te diré que vayas a hablar con Romano y pídele que te explique algo.
-- De acuerdo, amigo, pero Romano no es mi padre. Sé que mi padre era un pintor de las Ramblas, que debió morir a los pocos años de morir mi madre.
Debió ver mi cara de sorpresa pues añadió -- Lo estuve soñando tres años aproximadamente hasta que desapareció de mis sueños, y supe que había muerto. Sé también todo lo que Romano ha hecho por mí en la creencia de que era mi padre, y sin que yo me enterara. Lo sé, desde el día en que viví la muerte de mi madre. Sé también que lo hizo con la plena conciencia de ser mi padre, y respetando el recuerdo de mi madre nunca me lo dijo, quizás por no estar muy seguro de ello, quizás por miedo, después por rutina y por último por dejadez y comodidad. Sé que mi madre no dejó en este mundo sino unos cuantos cuadros, que por ser yo muy niño, desaparecieron rápidamente, un montón de sensaciones extrañas y un hijo. Y que mi casa, y los pequeños ahorros que me dejó mi madre, son adquisiciones e imposiciones en mi cuenta por parte de Romano.
No supe que contestar. Sonaba ya el DO, RE, MI que me llevaría de vuelta a mi ciudad, y a la rutina, y a mi ya encarnizada búsqueda.
Lo abracé fuertemente y me dirigí a mi vagón, y al comenzar su escalada me llamó. Me volví y vi que tenía algo en la mano. Me acerqué.
-- Ya no me queda ninguna duda. Tómalo. Te lo he estado guardando todos estos años.
Tampoco supe que decirle. Lo abracé de nuevo, y al separarme comprobé que una lagrima corría por mí rasurada cara.
Subí al tren, que arrancó puntual y me dejó la curiosidad de aquel medallón. Más tarde supe que perteneció a su madre y que él se empeñó en que yo era su reencarnación, y de tal manera y como ya he dicho, hoy vive conmigo en mi ciudad y yo soy su madre.
De cualquier modo, es práctico tener en casa a un JUGADOR

No hay comentarios:

Publicar un comentario