jueves, 13 de agosto de 2009

LA DECISIÓN

Mi nombre es Herard, Herard Kruger.
Claro está que mi nombre no les dirá nada. En realidad casi nunca ha dicho nada. He vivido toda mi vida en mi país, Austria. Hace quince años, cuando cumplí los sesenta y cinco años, ya hacía mucho tiempo que mi mujer me había abandonado yendo a reunirse con sus ancestros. Me quedan, eso sí, algunos hijos diseminados por mi suelo patrio. Como digo, cuando me jubilé, a los sesenta y cinco años, me propuse buscar un sitio agradable donde pasar los inviernos. Durante cinco largos años estuve visitando diversas ciudades del mediterráneo hasta que encontré esta. Su calor, su luz, su cielo siempre azul, me cautivaron y la adopte como ciudad de invierno. Así hace diez años que paso la mayor parte de mi vida en esta ciudad. No conozco a mucha gente, ni creo que me apetezca conocerla, aunque he de reconocer que son especialmente amables conmigo.
El año pasado me detectaron un cáncer de pulmón para el que no estaba preparado, pero que al final acepté como se aceptan todos los retos en esta vida. Me dijeron que tenía que dejar los viajes de invierno y someterme a ciertas curas de no sé qué bombardeos, a lo que me negué.
En esta ciudad y en este año de 2.002 he acudido al hospital aquejado de ciertas toses que no tenía antes y que se me van recrudeciendo cada vez más. Allí me han confirmado lo del cáncer y además me han dicho que no hay cura posible ya que tengo metástasis. Que es imposible cualquier tipo de intervención. Pero yo sé que ya, a mis ochenta años, nada tiene este viejo que temer a la vida ni a la muerte. Estoy de paso como todo el mundo y he llegado a mi fin.
Tampoco me hubiera puesto delante de esta vieja máquina de escribir si no tuviera algo importante que decir. Algo que quiero que lea el máximo número de personas posibles, para que entiendan que el hecho de afrontar la muerte con esta espera cansina con la que lo hago, con esta resignación y con este amor a la vida, no es nada en comparación a la decisión que tomaron los protagonistas de esta historia. Historia sacada de la realidad, de la ciudad que me ha acogido durante los últimos diez inviernos, de mi barrio, en definitiva del paseo marítimo que es donde se ubica el apartamento que cada año alquilo.
Es un pequeño apartamento con hermosas vistas al mar y muy cercano al Café Lisboa. Un pequeño café que durante el verano, me cuentan, es un verdadero agobio por la cantidad de visitantes que tiene, pero que durante el invierno, debido a que esta ciudad, cosa que agradezco, vive de espaldas al mar, se encuentra casi solitario. Somos muy pocos los que lo frecuentamos. Algún borracho noctámbulo, algunos pescadores frustrados, algún marinero desahuciado de la mar y Antonio.
Antonio ha nacido en una ciudad separada de esta los suficientes kilómetros como para ser tan transeúnte como yo. Vino aquí destinado en su trabajo y sigue aquí desde entonces. Tiene ya... bueno tenía, cuando murió, 45 años y dos preciosos hijos. Un hijo y una hija. José y Helena.
Antonio fue de las primeras personas que conocí en la ciudad. Con el que compartí buenos momentos, conversaciones, e incluso alguna vez hemos dibujado las bases de algún negocio. Un soñador por excelencia.
La primera vez lo vi arrastrando una caja a la que le había acoplado unas ruedas de cojinete, donde, sentado, su hijo de dos años de edad volaba a las vertiginosas velocidades del paso de su padre. El mismo carro que años más tarde, su hijo José lleva cada día, al salir del colegio, para hacer la compra en el supermercado que hay cerca del Café Lisboa. Así fue como lo conocí. Nunca ha faltado a las horas de nuestras tertulias. He de reconocer que todas las necesidades de contacto con alguien en mis estancias en esta ciudad se han visto cumplidas en Antonio. No solo por las divertidas e ingeniosas conversaciones, sino por la calidad humana que rezumaba por cada uno de sus poros. Porque estando cerca de él uno podía impregnarse del amor con que obsequiaba a sus hijos, a la vida, al mar...
Ahora que llego al final de mi vida, sé que a la única persona que podría echar de menos está esperándome, seguro, al final de ese túnel blanco que dicen que se ve cuando uno termina. Además estará esperándome con algún juego de piezas móviles que habrá que encajar formando alguna figura conocida. Así era Antonio.
- ¡Herard! - Me llamó un día. - Vente corriendo al hospital, ¡VOY A SER PADRE DE NUEVO!
Así fue como conocí a Helena, que pronto, casi demasiado pronto, se unió a la pandilla que ya formábamos Antonio, José y yo. Ya éramos dos los que tirábamos de dos cajas de madera con ruedas de cojinetes con sendas criaturas sentadas.
“El tito raro”, me llamaban. No sé si porque les costaba pronunciar mi nombre o porque en realidad me veían raro. O posiblemente fuera por este acento que tengo cuando hablo español.
Este año no iba a ser como los demás. Los demás siempre, en navidades, cenaba en su casa con su familia. Este año no. Antonio había quedado en pasar las navidades en esa ciudad... no recuerdo su nombre, pero sé que está lejos. A unas seis horas de carretera en coche. Ya no volvió. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Lo que sigue está sacado con sacacorchos a José y a Helena. Intentaré novelarlo lo mejor que pueda, porque solo de esa manera es posible que al llegar a tus manos lo leas. Y quiero que lo leas porque es la primera vez y la única en toda mi vida que he sentido y quiero expresarlo, un respeto tan profundo a la calidad humana como el experimentado hacia estos dos personajes: José y Helena. Nunca sabré si esto sucederá, porque es mi último año en esta ciudad. Si me queda algo de vida, la pasaré en mi país con los que me consideran suyo. Así pues me dirijo a ti, lector, conocido o no, para hacerte participe de mi asombro, de mi respeto.
Les he prometido que nunca diría nada de ellos. Que jamás me inmiscuiría en su vida. Que para nada haría algo que fuera contra su deseo. Pero faltaría al respeto que a mí mismo me debo si no escribiera estas líneas. A ellos no le he translucido el sentimiento que me embarga por su postura ante el mundo, pero si quiero dejar constancia del mismo. A ellos y ti, lector, para que el mundo sepa, tú sepas, lo que es verdaderamente enfrentarse a la vida con coraje. Pero más que nada, escribo estas líneas para dejar constancia de mis verdaderos sentimientos. De la verdad que escondo en mi corazón y el profundo respeto que les profeso. Asimismo, darles con esto las gracias por haberme hecho comprender que este salto que me espera es una nimiedad comparado con su decisión.

- ¡Helena, José, venga, rápido que estáis perdiendo mucho tiempo!
- ¿Habéis hecho vuestra maleta?
- Sí, mamá, yo sí la he hecho - dijo Helena
- Yo también - respondió José
La casa era un hervidero de actividad. La familia al completo pretendía ir de vacaciones de Navidad a la ciudad donde naciera el padre. Los abuelos habían muerto. Pero no quería decir nada. Allí se encontraba el grueso de la familia. No en vano, Antonio, tenía varios hermanos más y casi todos vivían en esa ciudad. Alguna vez, en alguna de nuestras diarias tertulias, me contó, o se contó a sí mismo y yo lo oí, sobre su pena porque la idiosincrasia de su familia los hacia estar separados a pesar de vivir tan cerca unos de otros. Él lo achacaba a la pareja de cada uno de ellos, también a la maldita herencia que dejaran sus padres, aunque sabía, estaba seguro, que eran ellos mismos los que se habían distanciado. Ya no tenían ningún punto de conexión.
Ya acariciaban la idea de los mil juegos que les esperaban con sus primos en las tardes de casa y de salida al parque que hay justo enfrente.
José tenía once años bien cumplidos, ya que muy pronto tendría doce. Esa edad en que comienzan a salirle, según pensaba él, los primeros pelos en las piernas, en la barba, en el pubis. Helena desde sus 7 años, lo contemplaba como a una persona mayor con la que podía hablar, ya que sus padres le consideraban menos que nada porque nunca contestaban a sus preguntas.
Fue su hermano el que le enseñó todo lo que quería saber. Todo lo que él sabia y lo que no sabía se lo inventaba.
El viaje fue como siempre. Los padres inventando juegos para que no se aburrieran.
- Vamos a mirar las matriculas de los coches que van delante de nosotros. Sumando, restando, multiplicando y dividiendo, tenemos que intentar lograr un cero. Por ejemplo, mira ese coche de alante. Es GR 5419 A. Pues sabéis que cinco y cuatro son nueve. Nueve entre nueve es uno. Y uno menos uno cero. ¡Conseguido!
- Mirad, Mirad, un paso elevado allí al fondo. Vamos a contar desde 10 a cero y cuando lleguemos a cero debe ser justo debajo del paso
- diez, nueve, ocho, siete seis, cinco, cuatro tres, dos uno, CEROOOOOOOOOOO
- Habéis hecho trampa - decía la madre - Hay que contar con la misma pausa entre números siempre.
Así transcurría siempre el viaje. O como aquella vez que por poco el padre se sale de la carretera cuando, contando chistes, José, contó aquel:
- ¿Cuál es el pez que usa corbata?
- No sé, dímelo tú
- El pez cuezo.
Fue la risa del padre la culpable de que el coche casi se saliera de la carretera.
Mientras José, como siempre le pasaba, se derramó desde el asiento de atrás hasta el suelo del coche con una risa floja que era mirada con sorna por Helena desde su asiento.
El viaje estuvo sazonado de las mismas o parecidas anécdotas a las que cada viaje que hacían estaban acostumbrados. No había lugar para el aburrimiento.
José, responsable y tímido, sentía verdadera veneración por su padre. Helena era algo más independiente.
Llegaron a la ciudad casi a la hora de la cena.
A José no le gustaban mucho sus tíos, los hermanos del padre ni los de la madre. Los veía siempre muy egoístas en sus concepciones y ningún apego a las cosas que pasaban en su casa. Recordaba aquella vez en que el padre se había metido en negocios, como él decía, y le salieron mal. La familia no quiso saber nada de él ni de sus negocios, por lo que se vio impelido a solicitar un crédito que hube de firmar yo como avalista. Los besos que le prodigaba la familia, pues, le sabían a hiel y no a miel.
Por eso, José, se cuidaba muy mucho de ninguna exageración en los amores familiares. Desde sus once años los conocía muy bien.
Pasados unos días Antonio y su mujer quedaron para cenar en noche vieja en casa de otro hermano que vive en un pueblecito en la sierra cercana a la ciudad.
Le pidieron que tuviera cuidado, pues estaba nevando y podía ser que la carretera se encontrara en mal estado.
- No os preocupéis, hijos, - dijo la madre - papá es un buen conductor. Ni Fangio es tan buen conductor como tu padre.
A Antonio lo perdió precisamente el hecho de ser demasiado bueno. Creo que en una curva se encontró de bruces con una cabra montes y dio un volantazo para no herirla. Esto le valió salirse de la calzada y caer por un barranco, que aunque pequeño, hizo que perdieran el conocimiento y heridos los dos, murieron entre la nieve y el frío y los hierros retorcidos del coche. La cabra montes también pereció en el accidente.
El día de año nuevo llamaron desde el pueblito en la sierra para ver como lo habíamos pasado en noche vieja y preguntar por qué a los padres les dio por quedarse en la capital en vez de venirse con ellos. Pero hicieron bien, porque la noche no estaba para demasiados viajes. Habían cerrado la carretera a altas horas de la madrugada y estaban prácticamente incomunicados.
- ¿Qué no están allí?
- No
- Pues se fueron a eso de las nueve y media
- Pues aquí no llegaron
Movida general. Búsqueda. Guardia civil. Por la tarde del día uno de enero los encontraron ya muertos en el pequeño barranco que te digo.
José oyó las conversaciones que por teléfono tenían unos con otros.
- ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Pues los niños se tendrán que quedar con alguien.
- En mi casa es que no caben. Ya sabes como es, y mis hijos...
- Pues en la mía ya conoces a Damián. Nunca quiso tener hijos por no ocuparse de nadie. Así que ya me dirás...
- ¿Y Julián?
- Llámalo a ver que dice.
- Bueno, pero de los cadáveres nos tendremos que hacer cargo
- Eso sí. Lo que cueste lo dividimos entre todos y a lo que toquemos hemos tocado.
- Bien.
- ¿Qué hacemos entonces?
- ¿Sabes si tenían seguro?
- Creo que sí
- Pues ve llamándolo a ver que cubre. Espero que todo. Pues no estamos para muchos gastos. Ya sabes... la casa nueva que hemos comprado... los gastos...
- Que me vas a decir a mí, los gastos de los niños, los colegios...
- Además, él tendría algún dinero... espero...
- No te creas, recuerda el préstamo que nos pidió el año pasado
.
Se organizó una batida de casas de seguros y se encontró la que les pertenecía. Y con los aditamentos que les dijeron se llevó a la práctica su entierro.
Los llevaron a un tanatorio de la ciudad en donde velaron a los cadáveres.
- Tenéis que ser fuertes - les dijo la tía - vuestros padres han muerto en un accidente yendo a casa de los titos. Pero no os preocupéis porque han ido al cielo.
Se quedaron petrificados, aunque José ya lo sabía por las conversaciones telefónicas que había oído. Fue Helena la que más petrificada quedó. Sin habla. Sin lagrimas. Pero con esa expresión que tanto la define. Su desamparo desapareció cuando miró a José que sin volverse a ella le tendió la mano abierta donde ella refugió la suya sintiendo el agradable apretón que José le proporcionó. Helena estaba a salvo. José cuidaría de ella. El desconsuelo de José fue en aumento viendo como en conversaciones habidas entre todos sus familiares se intentaban quitar el problema de tener a dos nuevas bocas en sus casas. Cada uno le instaba a cada otro a que se quedaran con ellos.
Iban dejando sin cerrar este extremo, pensando cada uno que al final se alzaría alguno de ellos en adalid del infortunio de los dos niños y de eso ya no se hablaba más.
Quisieron que se quedaran en casa y que no fueran al tanatorio pero ellos insistieron en ir. Querían estar cerca de sus padres.
- Bueno, pues veniros.
La noche fue muy concurrida. Estaban los amigos de los padres venidos de su ciudad. Todos los hermanos y alguien que no conocían los niños que estaban allí también.
Muchos besos y apretujones al principio. Mas tarde las lagrimas asomaban a los ojos de los hermanos y de las cuñadas y de todos los que velaban los cadáveres cada vez que venía alguien nuevo al que los niños no conocían.
Ellos se separaron del grupo y se sentaron en unos sillones que había en la sala de recepción, lejos de la sala donde se velaban los restos de los padres
- Échate aquí, Helena, y pon la cabeza encima de mí. A ver si puedes dormir algo
- Es que tengo hambre, José.
Bueno pues espera un momento y voy a traerte algo de la cafetería.
Helena quedó esperando a su hermano que fue en busca de algo para comer. José vio a uno de sus tíos y le dijo
- Helena tiene hambre.
- Pues vete a la cafetería que allí está tu tío Fernando, dile que te de un bocadillo o algo para tu hermana
.
Cuando José llega a la cafetería no vio a Fernando. No vio a nadie que al que pudiera sablear un bocadillo. Pero si vio a alguien que se levantaba de la barra dejando medio bocadillo sin comer. José disimulando se acercó hasta el medio bocadillo y lo cogió sin que lo viera nadie y se lo llevó. Cuando fue llegando a donde estaba Helena comenzó a hacer como si lo mordiera.
- Toma Helena, lo que falta me lo he comido yo.
- Hum, que rico
- dijo Helena mientras se lo engullía entero.
Seguía entrando gente, amigos de la familia. Gente que José no reconocía. Gente que Helena no podía reconocer porque se ha había quedado durmiendo con la cabeza apoyada en las piernas de José.
Nadie les hizo caso. Si acaso una señora gorda y con faja que se les acercó y le dio un beso a José. A Helena la dejó porque estaba durmiendo.
Alguien en un momento determinado vino con una bolsa de plástico y se la dio a José diciéndole que eran las pertenencias de su padre. El reloj, la cartera, la documentación...
Pasó mucho, mucho tiempo. Unos se fueron marchando y otros iban viniendo, pero nadie hablaba con los niños. José tuvo mucho tiempo para pensar que hacer mientras miraba a Helena durmiendo placidamente encima de sus rodillas.
José sacó los anillos de sus padres y estuvo mirándolos durante largo tiempo. Sacó la cartera de la bolsa de plástico y observó la cantidad de dinero que había en la misma
En el insomnio de José se agolparon todas las reacciones de sus tíos, todas las bellas imágenes que el recuerdo le traía de sus padres, todo el calor de sus perdidas risas. Toda la angustia del desamparo, de la soledad. Pero no derramó ni una sola lágrima.
Miró a Helena que seguía durmiendo apoyando la cabeza sobre sus piernas un largo rato.
Suavemente sacó las piernas prisioneras y deambuló en busca de un periódico. Ninguna esquela de sus padres muertos. Sí una breve reseña sobre el accidente. Pasó de lejos la reseña sin ni siquiera curiosidad sobre lo que podrían decir y llegó a la página que buscaba. Dejó el periódico en el mismo asiento donde lo encontró y se dirigió de nuevo a donde Helena dormía.
- Helena, despierta y no hagas ruido. Nos vamos. - Le dijo suavemente al oído.
- ¿Adónde? - Preguntó la niña desperezándose.
- Nos vamos a casa - contestó él convincente por lo seguro que estaba de la decisión que acababa de tomar.
- Pero ¿ a qué casa?
- A la nuestra - respondió José tragándose la rabia de la pérdida de sus padres, la rabia de conocer a la familia.
- A nuestra casa. El tren sale a las ocho de la mañana y son las seis y media. Vamos.
- ¿La maleta? Preguntó Helena.
- Ya la pediremos - dijo José a sabiendas que no la iban a pedir nunca.
- ¿Dónde están los niños? Preguntó alguien sin muchas ganas de saber donde estaban.
- Se habrán ido con alguien a dormir, los pobres deberían estar cansadísimos y destrozados. -Contestó otro alguien con las mismas ganas de saber.
Salieron al aire frió de la mañana que se avecinaba sin más escolta que ellos mismos. Sin más ropa que la que llevaban cuando llegaron.
- Tengo frió - dijo Helena
- Toma, ponte esto - dijo José mientras se quitaba la chaqueta vaquera que le protegía.
A la salida del tanatorio tomaron un taxi en una parada cercana y le dijeron que los llevara a la estación del tren. Allí, José se acercó a la ventanilla y pidió dos billetes.
- ¿Y tu padre? - preguntó la expendedora
- Está en la cafetería. Me ha pedido que venga yo a por ellos para que me vaya haciendo mayor.
- Eso está bien, muy bien. Así me gustan los padres y no los de hoy día que piensan que los niños son tontos. Pues no. No son tontos. Solo son niños. ¿Qué edad tienes
?
- Once - respondió José
- Pues entonces tu tienes que pagar solo medio billete. Así que aquí los tienes.
José pagó los dos billetes y dándole las gracias a la señora de la ventanilla se fue hacia donde estaba Helena, y tomándola de la mano se encaminaron hasta el bar. Allí José pidió dos bocadillos de tortilla para llevar y se fueron hasta los andenes, donde un señor tocado con una gorra con visera les indicó cual era su coche.
- ¿Y vuestros padres? - Les increpó cuando se iban.
- Vienen detrás. Nos han dicho que vayamos delante para ver si somos capaces de llegar sin su ayuda
- ¡Bien hecho, sí señor! - Comentó el revisor.
Una vez en sus asientos, Helena se quedó profundamente dormida mientras que José quedó pensativo. Tenía tiempo. El tren tardaba al menos nueve horas en recorrer la distancia entre las dos ciudades.
Volvió a mirar el contenido de la bolsa de plástico que le habían dado. Sí, las llaves de la casa estaban allí. Abrió la cartera y contó el dinero que había en ella: Trescientos veintiún Euros con cincuenta y cuatro céntimos.
Bien. Ya no estaban sus padres, así que había que pensar que se podía hacer con ese dinero. Lo que tenía muy claro es que no iba a buscar a nadie para que los ayudasen. No creía que necesitaran ayuda.

Me enteré de su decisión a primeros de febrero. Cada día le preguntaba por su padre y siempre me contestaba con evasivas. Un día se derrumbó y su cara se llenó de lágrimas y me contó sus últimas navidades en casa de uno de sus tíos. Me pidió por favor que no le contara nada a nadie pues ellos estaban bien y la única pretensión que tenía era hacer lo que su padre hubiera hecho en su lugar.
Yo tenía mi salida prevista para el día 15 de febrero, pues ya era casi insoportable la tos que me acuciaba y la dificultad en la respiración, pero cambié mi billete para un mes más tarde.
En un momento determinado, José me comentó que debía haber algún problema con la tarjeta de crédito porque ya no le daba más dinero. Que debería haberse estropeado.
Le dije que si quería yo le podía prestar algún dinero.
Me dijo que no hacía falta, que su padre le había dejado dinero en la cuenta, de eso estaba seguro, que su padre no se iba a morir sin dejarle a ellos algo para vivir hasta que pudiera trabajar.
Le dije que su padre quería que tanto él como ella estudiaran y tuviesen cada uno una carrera. Así que por ahora no era necesario que buscara trabajo.
Me dijo que cuando se acabara el dinero ya buscaría trabajo. Que su padre le había dejado una casa donde vivir, y ropa, y dinero para comprar comida.
Le dije que efectivamente era cierto todo eso, pero mientras se arreglaba el problema con la tarjeta yo le prestaría dinero.
Se negó en rotundo.
- Te lo agradezco mucho tito raro, pero no es necesario. De verdad. Estamos bien. Te lo cuento para ver si tú puedes arreglar lo de la tarjeta y que te den una nueva en el banco. Es que si voy yo me van a ver pequeño y no me van a hacer caso.
Tomé la tarjeta de crédito de sus manos y me fui al banco. Allí me enteré de las penurias que estaba pasando Antonio, con el crédito y con la hipoteca de la vivienda. El director me dijo que habían escrito reiteradamente a Antonio para que se pasara por el banco, pero que ante la ausencia de cualquier tipo de acercamiento, habían decidido cortar la línea de crédito de la tarjeta y que además llevaba dos meses sin ingresar nada en la cuenta de la hipoteca y que al tercer mes pasaría a moroso, con lo que actuarían contra la vivienda para recuperar la deuda.
Arreglé todas las deudas con el director del banco haciendo algunos traspasos de mis cuentas en mi país, dejé una buena suma de dinero en la cuenta de la tarjeta de crédito, ordené un traspaso mensual hasta que cumplieran los 21 años y me despedí del banquero.
Cuando vi de nuevo a José me preguntó con ansiedad en la mirada:
- ¿ Te la han arreglado?
- , - le contesté - ha sido un malentendido del banco y me han rogado que os pida disculpas.
- ¿No ves? Ya te decía yo que papá no nos iba a dejar sin nada. - Me contestó llenándosele la mirada de orgullo por el padre.
- Mi padre tiene confianza en mí y sabe que nunca gastaría nada de dinero si no es imprescindible. - Terminó diciéndome.

Ya sabes, estimado lector. Si se te ocurre algo que hacer por ellos, no dudes en acercarte al paseo marítimo. Es fácil encontrar el Café Lisboa. Pues justo al lado se encuentra el supermercado al que he aludido antes. Suele bajar a la una y media. Lleva una caja de madera con ruedas de cojinete arrastrando y sobre ella la compra del día. Ah, seguro que entre las cosas que ha comprado hay un tubo de leche condensada La Lechera. A Helena le encanta y él no sabe negarle nada. Pero jamás se te ocurra interponerte en su vida. Está bien organizada y sabe lo que quiere para él y para su hermana. Lleva en la cabeza lo que su padre quería para ellos y no me cabe la menor duda de que hará cuanto sea necesario para alcanzar sus objetivos. No se trata de dinero su problema. Ya he dispuesto que mi herencia quede para ellos. He organizado los bancos para que pueda seguir haciendo uso de su tarjeta y he domiciliado todos los pagos de hipotecas y demás que su padre nunca había domiciliado. La llamada que te hago, lector, es solo por si te sobra una sonrisa, o una palabra de aliento, o por si sabes algún juego de carretera. A mí ya no me quedan fuerzas para nada de eso. El lunes parto para mi país. No me quedo más tiempo porque sé que más que una ayuda sería un estorbo en su vida. Ya casi no puedo respirar, aunque siempre lo he disimulado cerca de ellos. La única vez en mi vida que he rogado algo ha sido pidiéndole al cielo aunque fuera un año más para estar con ellos hasta que se hicieran realmente a su nueva vida, pero no se me ha sido concedido. Mis fuerzas cada vez son menos y mis toses cada vez más insoportables. He comenzado a tener dolores fuertes y he de cumplir mi destino. No quiero dejarlos con la sensación de perder dos veces a una familia. Por eso confío en que alguno de vosotros los encontréis y le ofrezcáis eso que ya no puedo hacer yo. Por cierto, nunca les digas que he muerto, o que estoy enfermo. Que se queden con el recuerdo de alguien que tal vez, en algún momento, puede aparecer. No le hagas saber de mi dedicación ni de que les he dejado el dinero que poseo en herencia. Solo he intentado ser un amigo. Ese “tito raro” que ha compartido con ellos estos deliciosos años y que ahora debe afrontar solo su partida. Espero que nunca llegue este escrito a las manos de ninguno de sus tíos, aunque pienso que si así fuese lo olvidarían enseguida. No creo que sepan enfrentarse a la realidad del abandono que hicieron manifiesto en José y Helena, las únicas dos personas de este mundo por las que me duele dejarlo, y las únicas dos personas de este mundo que me han enseñado a dejarlo sin pena.

1 comentario:

  1. Gracias por haberme dado la oportunidad de conocerte (en cierta medida, especialmente esa medida de taza que se desborda...)y por alentarme en las cosas que parecen fundamentar mi vida.
    ¡Salud!, mi estimado Tartucas.

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